Llaga abierta

Primer día de enero en la madrugada. ¿Año uno de la pandemia? Hacía nueve meses que el confinamiento se había impuesto en el país y la amenaza de una nueva ola de contagios disparaba las cifras. La gente protestaba por las medidas arguyendo que ya había vacuna y el encierro no podía seguir. A pesar de las recomendaciones, la población dejaba de lado algunas de las medidas preventivas.
Aunque los preparativos los habías discutido tiempo atrás, el momento era propicio. Los festejos tendrían lugar, las personas pese a todo iban a salir. Ya habían demostrado que la solidaridad les importaba un carajo. Si otras tragedias nos habían arrebatado a tantos ¿qué más daban otros cientos de miles?
Escucho un golpe seco en el agua. El cuerpo se hunde sin más. Los fuegos artificiales estallan a lo lejos. “¿Crees que salga a flote?” me pregunta mi acompañante. Yo le aseguro que no. Por eso le atamos en el cuerpo las bolsas llenas de piedras… “y sí sí, para eso lleva el mensaje en el pecho, nadie dudará lo qué sucede si te metes con el narco”. Siento un sabor salobre y en tanto puedo, lanzo un escupitajo al río. Caminamos en silencio y nos subimos al auto. El chofer al volante enciende el coche y nos incorporamos de nuevo a la carretera. Un gusto metálico en la boca se me agolpa en la garganta. A mi costado, adivinan mi asco. “Es por toda la mierda que tiran al río. ¡No sé cómo toda esta gente puede vivir así!” Yo sí sabía. Cuando no tienes dónde caerte muerto, cualquier lugar es bueno. Pienso en el nombre: río de los Remedios, río de la remierda. Así debió llamarse. Los cuetes con su estruendo de muerte entre las casas, no dejan de escucharse. Cuetes y tiros. La música estridente retumbando a lo lejos y el pelo de Adela, en la tiniebla noche. El circuito mexiquense vacío. Todos entretenidos en los festejos. El cuerpo en el fondo de las aguas, en el pozo de las exequias de esta pinche ciudad. Viajamos hasta las tres de la mañana, lejos de ahí. Todo estaba hecho, era hora de volver a casa.
Seguro que te acuerdas, pero no quieres volver a pensar en eso. Te acuerdas, sí. Porque todo lo que nos quema aparece de manera intermitente para chingarnos la vida. Sí, es cierto, ya habías estado en esos grupos que piensan que hablar ayuda, pero tú nunca pudiste decir media palabra. Cada vez que lo intentabas, Adela se aparecía en la habitación con el uniforme azul de la escuela y los audífonos morados que le habías regalado en Navidad. Sonreía. Y tú sólo querías gritar, desgarrarte por dentro, arañar las paredes y las puertas, las cortinas y los manteles. Tomabas tu lugar e indicabas con la mano que no, quizás la siguiente reunión. Qué te iba a decir a ti esa mujer. Hacía preguntas estúpidas esperando a que pronunciaras alguna palabra. Tuviste que verla después de que Sergio te encontró en el cuarto sin parar de llorar. Lo más fácil fue escribirte una receta para que dejaras de atormentarte con todo tipo de ideas. Todos murmuraban a tu alrededor, podrías hacerte daño. Qué más daño del que ya estaba hecho. Tomabas las medicinas con la creencia de que te harían sentir mejor. Deambulabas como zombie todo el día, sin atinar en nada, sin ir al trabajo porque equivocabas todo. Por las noches no querías cerrar los ojos; Adela se traslucía en los párpados. Ya era bastante malo y todavía no tocabas fondo.
Después de dos horas de camino llegamos a la terminal para abordar el autobús. Todavía faltaban horas de espera. Tomo asiento en las bancas metálicas que ofrecen un nimio descanso. Algunos cuchichean con cierta esperanza –a pesar de los cubrebocas que estamos obligados a usar– como si un nuevo año significara un cambio de vida. Una televisión encendida da las últimas cifras y el panorama no es alentador. Aquí los festejos parecen lejanos. La gente acurrucada en las butacas frías, espera tomar el primer autobús de la madrugada. Llegar a casa.
Tratas de dormir un poco, descansar antes de volver. Quisieras conciliar el sueño y recuerdas cuando perdiste el trabajo. Qué ibas a hacer, a dónde conseguir otro. Por lo menos ahora tendrías más tiempo para hacer el papeleo, ratificar la denuncia, pedir los expedientes, buscar en un lado y en otro, preguntar por las evidencias y que no se perdieran en el juzgado. Las costuras siempre habían ayudado a completar lo faltante. Tendrían que conformarse con eso. Sergio también estaba triste. Apenas si podía con la ausencia, con los conflictos de crecer y lidiar con las cosas de la edad. Dejaste las pastillas y decidiste vivir, vivir a pesar de todo, buscar justicia.
Llevo aquí casi una hora y no puedo dormir. Debo estar alerta hasta llegar a casa. Esa fue la instrucción desde el principio, estar atenta hasta que todo termine. Las luces del amanecer comienzan a asomarse. Casi veinticuatro horas desde que salí de casa. Cuántas rutas habrá seguido Marisela. Cuántos disfraces usó Miriam antes de intentar hacer justicia. Miro a una chica durmiendo profundamente en las bancas de la terminal y no doy crédito. ¿Cómo lo hace sin temor a nada?, ¿Cómo sabe que está a salvo y el peligro no acecha? La mujer a su lado ¿será su madre?, el chiquillo que ronca ¿es su hermano? Pienso en Adela, en Sergio, en ese único viaje cuando fuimos al mar, en ese acostarse a soñar sin temor a nada, sin saber que años más tarde nos devoraría la desolación.
Sí, tienes razón, ¿quién iba a pensar que tendrías las agallas? Después de todos los “errores”, de cada una de las negligencias: que las muestras de sangre se habían perdido; sí, sí, la muestra de semen coincidía, pero se había obtenido “violando los derechos del procesado”, “que mejor no le busque pues sus tíos son ministeriales”. Y luego las amenazas. Nadie sabía quién les dio tu número. El timbre del teléfono a medianoche y la advertencia que se volvió una constante. “Ya no le busques, pendeja, o te carga la chingada”. Cuando menos lo esperabas, la abogada te dijo que ya lo habían soltado por “falta de pruebas”. Ni un año después estaba libre. ¿Te acuerdas cuánto lloraste? Pero ni tiempo te dieron de vivir este segundo duelo. Ese mismo día, solo con lo indispensable, te fuiste lejos con Sergio. ¿La frontera, la gran ciudad? Un lugar lejos, lejos de todo para no perder también a tu hijo.
La chica se despabila. Estira los brazos y bosteza ¿su madre? Todavía duerme al lado de ella. Toma la cobija que casi toca el suelo y la cubre. Mira el reloj. Falta aún que amanezca para subir al autobús. Se da cuenta de que la miro; me sonríe, y vuelve a acurrucarse. Ojalá yo pudiera entregarme al sueño como ellas. Ojalá dejara de aparecer Adela en el velo de mis párpados con la pregunta de siempre como cuando era niña.
Se aparecía diciendo: “¿me llamaste mamá?”. Y tú dejabas la costura negando. “No, Adela, no te llamé”. Ella insistía con su voz niña: “Sí, mamá. Alguien me llamaba: Adela ven, ven Adela”. La tomabas entre tus brazos y para calmar tu espanto le decías: “no te llamaba, pero ya que viniste vamos a cenar”. Se asomaban a la cuna; el bebé seguía durmiendo. La sentabas en la sillita de madera y comían cereal con leche. Las dos solitas. Se tenían la una a la otra. Así siempre, a pesar de las preocupaciones diarias, de los pendientes de la costura, de la incertidumbre de llegar a fin de mes con las cuentas pagadas. Para Adela, el chocolate caliente era un festín; para ti, la sonrisa en sus ojos.
Miro hacia otro lado, no debo pensar en ti, Adela, ahora no. Quiero tener presente todo. No olvidar un solo detalle. Tengo que escribir una carta para la siguiente, a quien viene después de mí. Ojalá que no hubiera una más, pero en este país no es posible. La televisión sigue encendida y se repiten una y otra vez las noticias, las mismas historias; con locutores distintos y protagonistas nuevos: más muertos por la pandemia, decenas de caídos por el crimen organizado, cientos de muchachas desaparecidas. Las encuentran en un canal, en una fosa clandestina, en sus propias casas. Atadas a la cama, a una silla, sus cuerpos vejados, tirados como basura en alguna barranca, en el acotamiento de una solitaria carretera. Veo las imágenes, leo los cintillos. Tengo que ver. No olvidar, no puedo olvidar…
La carta te tomó por sorpresa. El sobre te lo entregó una mujer, uno de esos días que cruzabas la ciudad para hacer tus entregas. Te había pedido un juego de fundas y cuatro sábanas. Intercambiaron el pago, la mercancía. Ella se acercó sin procurar la distancia y con voz firme detrás del cubre bocas te dijo: “de Adela, ábrela en casa y no lo comentes con nadie”. Recogió sus cosas y se fue. Te quedaste ahí sin poder hacer nada. Sólo tu mirada la siguió. Las piernas no te respondieron. Querías correr tras ella, preguntarle y no pudiste. Tus pies yacían en la tierra como sembrados. Cuando reaccionaste, la mujer había desaparecido. Tomaste tus cosas para volver a casa. Querías llegar lo antes posible y averiguar qué tenías entre las manos. En el sobre manila venía un número telefónico al que te pedían que marcaras. También una nota periodística sobre tu hija, lo que había pasado con ella. Además, la frase como un enigma: “Solo si buscas justicia”. Abajo una instrucción más: “marca desde un teléfono público, lejos de casa”.
Los albores de la madrugada anuncian que el día está por despuntar. La mayor parte de los que dormían, comienzan a despertarse. En unos minutos iniciarán las corridas y será la hora de partir. Todos revisan sus cosas. Enredan las cobijas, guardan las botellas de agua, buscan que el monedero no falte. Sacan el dinero para pagar los boletos o los examinan para no equivocar la hora de salida. La chica que dormía a pierna suelta ya se ha despertado. Arregla las cosas y junto con su madre y hermano están por encaminarse al andén. Toma la mochila y la cuelga a la espalda. El cambio de turno se acerca. Dos guardias de seguridad ingresan a la terminal. Van también hacia la salida. Uno de ellos lanza una mirada lasciva a la muchacha cuando pasa a su lado. Le murmura algo y sigue su camino. Ella se para en seco, voltea y busca a la mujer mayor, al jovencito. Los dos, más atrás, no se han percatado de nada. La miro y me mira. Su rostro me muestra el asco y el miedo. Veo en sus ojos, los ojos de Adela. ¿Cuántas veces soportó el acoso y el terror? ¡Cuántas veces observó una mirada cómplice que entendiera el desasosiego y le brindara apoyo! El día del careo, uno de los testigos afirmó que ese hombre lo hizo porque mi niña “se le había antojado”, mi Adela. Sólo pude musitar a la chica desde lejos: “No tengas miedo, no estás sola” y me puse de pie, dispuesta a lanzarme como leona si el pervertido regresaba. La muchacha sonrió. Y yo después de mucho tiempo pude sonreír.
Tu juicio se aclaró. Vino a tu mente lo que ahora la justicia significaba para ti. Después de huir, de sobrevivir a Adela, cabía una pequeña posibilidad en esos diez números que aparecían en la hoja. Saliste esa misma tarde. Dos autobuses, un viaje de hora y media. La llamada al número entre el miedo y la congoja. La voz sólo te dijo que sabía de Adela, de todo lo que había pasado. Te podría ayudar para que se reparara el daño y tuvieras justicia. Preguntaste si era la abogada o algún agente. Lo habías dejado todo cuando caíste en la cuenta de que te seguían. Pensaste que era mejor que las cosas se quedaran así y no poner en peligro también a Sergio, a tu adolescente dolorido. Él también extrañaba a Adela. Su corazón se marchitaba con los días. No hablaba, no quería decir nada. Había construido un muro invisible que los separaba y los hacía dos extraños en los cuartitos de tres por dos que se habían convertido en su casa. ¿Recuerdas? Tuviste miedo y aun así, hiciste la cita por teléfono para la mañana siguiente. En un café, a más de una hora de camino. Te advirtieron que la reunión no duraría más de una hora. Sin lágrimas, ni abrazos. Sin pena. No es que el dolor estuviera superado ¿Cómo se supera a una hija? No era el momento ni el lugar apropiado. Los contagios habían disminuido ese mes. Se ensayaba el desconfinamiento de a pocos. En la ciudad había más movilidad. Tu cita ya te esperaba cuando llegaste. Pidió dos cafés. Cuando los sirvieron, se dispuso a hablar de manera clara y concisa. Estaba ahí porque sabía de tu caso. ¿Cómo?, no era momento para dar explicaciones. Sólo podía ofrecerte un camino de hacerle justicia a tu hija, la que las autoridades te negaron una y otra vez. Te dijo que todo se haría en tres meses. Con las medidas de seguridad necesarias. Te presentó un plan detallado con actividades y fechas, con consignas que habías de memorizar, con acciones por realizar sin retorno alguno. Si aceptabas, ahí mismo pactarían el precio. Si no, la reunión nunca tuvo lugar. Sorbiste un trago de café y te supo a nada. No, no era síntoma de la enfermedad. Hacía tanto que pasaba lo mismo. Podría decirse que habías perdido no sólo el gusto, sino todos los sentidos. Dijiste que sí. Te entregó el plan y te advirtió que tenías tres días para memorizar los detalles. Después lo quemarías todo. Era indispensable hacerlo así. Agregó un sobre y un teléfono nuevo con el que podrían comunicarse. Entonces preguntaste por el pago y la respuesta te sorprendió. Cuando todo terminara tendrías que buscar a la siguiente, a otra necesitada de justicia y harías lo que la mujer de las fundas y las sábanas había hecho contigo. Tres meses después del encuentro, entregarías el dinero que en ese lapso hubieras podido reunir con la intención de que la siguiente tuviera recursos durante los tres meses que requería cada plan. Si no lograbas juntar lo suficiente, ya las demás verían cómo apadrinarte.
Escucho en el altavoz el llamado para iniciar el viaje. Me despabilo. Es hora de abordar el autobús. Saco mi boleto y lo entrego al guardia del andén. Me interno por el pasillo y me arrellano en el asiento. Por la fecha, y las restricciones derivadas de la contingencia sanitaria, seguro que tendré los dos lugares para mí. El chofer nos avisa que el trayecto está por iniciar. No somos ni quince pasajeros. Abro mi mochila y saco mi libreta. Me he inventado una clave para entenderlo todo y registrar lo necesario. Cuando supe el precio de la justicia, me di a la tarea de buscar los medios. Al principio pensé que sería muy difícil. Después supe que había tantas, que lo complicado no estaría en escoger alguna, sino en elegir a la adecuada, como hicieron conmigo.
Aquel día, después de la cita, llegaste a la casa y lo primero fue hablar con Sergio. Le dijiste que habías tomado una decisión. Regresarían a vivir al pueblo de tu madre de donde habías salido hace tantos años. Él no contestó nada. Había perdido el último año de escuela. Daba lo mismo adonde fueran. Sergio se quedaría con la abuela y tú regresarías en tres meses. Revisaste el sobre cuando él ya dormía. Tenía dinero en efectivo, más de noventa mil pesos. Con eso cubrirías los primeros gastos. Esa noche no pegaste ojo, tu trabajo comenzaba: memorizar el plan. También preparaste las maletas para salir a primera hora. Sergio te miró con sorpresa cuando despertó. Encontró algo en tu semblante. Recogió sus cosas en menos de media hora y afirmó contundente: “Vámonos, ya no tenemos nada aquí”.
El chofer se olvida de poner una película. Es muy temprano. A lo mejor cree que todos queremos dormir. Sigo con mi libreta y la música me lleva a una canción que cantaba mi madre cuando la melancolía la asaltaba: “Pero al salvarte, hallar pudiste protección y abrigo, donde curar tu corazón herido por el dolor”.
¿Te acuerdas? Adela tenía cuatro años cuando Pablo y tú regresaron al pueblo. Querías que tus hijos visitaran a su abuela, aunque fuera muy de vez en cuando. Estuvieron más de veinte días con ella. Pablo manejaba camiones de carga, así que te dejó con tu madre, en lo que recorría las carreteras. Ya regresaría cuando volviera por esa ruta. Para ti, esos veinte días fueron un remanso en la memoria. Gran parte del día la pasaban en el patio de la casa y Adela chacoteaba en la pileta de agua mañana y tarde. Un día, la niña salió con la historia que repetiría tantos años después. “Mamá, ¿me hablaste?”. Respondiste que no. “Anda, sigue jugando”. Tu madre se acercó y le preguntó: “¿qué escuchaste mi niña?”. “Me llaman abue. Adela, ven”. Y siguió chapoteando en el agua. Tu madre te miró y afirmó muy seria: “esta niña está abierta, se ha salido de su centro”. “¿Qué hacemos?”, preguntaste. Cortó unas flores rojas del jardín, entró a la casa por un paliacate y otros menjurjes, tomó a Adela de la mano y se dirigieron al río. Ibas detrás de ellas. Ya en la orilla, tu madre le untó alcohol, ató el trapo a la cabeza y le puso unos chiquiadores de ruda en las sienes. Sacó las flores del delantal y las depositó en las manos de Adela: “Anda mi niña, lánzalas al río, que quieren navegar”. Adela dejó caer las flores en el cauce. Tu madre tomó sus manitas, abrió las palmas y le gritó su nombre: “¡Adela! ¡Adela! ¡Adela!”. Después de varios llamamientos te dijo: “Vamos, regresemos a la casa”. La niña caminaba delante de ustedes y vino la explicación: “es para que se centre, su ánima está fuera de su lugar”. Dos años después Pablo murió en un accidente. No regresaste a la casa de tu madre porque fueras ingrata. Apenas si tenías para sacar a tus hijos adelante, no querías ser una carga. Le hablabas una vez al mes y cuando pasó lo de Adela, ella misma te ofreció la posibilidad de volver. “Vente para acá, ya no tienes nada que te ate a ese maldito lugar”. En ese entonces creíste que encontrarías justicia para tu Adela por eso no le tomaste la palabra. Ahora sabías que debiste regresar en cuanto te quedaste sin Pablo; sólo Adela te haría volver.
Los pasajeros se acurrucan en sus asientos, la música los invita a dormir. Anoto el número de teléfono que me han dado y escribo las reflexiones de mi hija: “Quitar el mal de raíz. El destierro de este mundo porque el crimen es inconcebible”. Intento dormir, descansar un poco. Aprovechar las horas de viaje y recuperarme después de hacer justicia. Sé que no podré conciliar el sueño. Todavía es imposible. Saco la libreta. No puedo dejar de escribir.
Cuando llegaron a su casa, tu madre no dijo nada. Te dejaste caer en sus brazos y las dos se desplomaron en el piso en un llanto estridente. Sergio las miró, se unió a su abrazo y entonces también pudo llorar. Después de unas horas se levantaron. Tu madre tenía café de olla y algunas piezas de pan. Cenaron en silencio sin decir nada. Sergio preguntó dónde podría descansar y tú le mostraste el cuartito que había sido tu habitación. Le confesaste que saldrías por la madrugada, hablarías con tu madre esa noche y no volverías a comunicarte hasta después de tres meses. No te preguntó nada, sólo afirmó: “Yo cuido a la abuela”.
Cómo es que suceden las cosas… Sólo hace tres meses recordaste aquella plática que tuviste con Adela. Le encantaba la historia. Te leía los textos de las grandes civilizaciones, Egipto, la Mesopotamia, “la tierra entre dos ríos”, te dijo. Una noche te contó de las civilizaciones mesoamericanas. Estaba extasiada con las historias de los pueblos nahuas y otras culturas de Mesoamérica: “Estos pueblos sí que sabían lo que hacían, ma. De justicia nadie entendía más que ellos”. “¿De justicia?”, preguntaste y ella te platicó cómo en esos pueblos creían en la reparación del daño: “Pena y justicia”. Tú movías la sopa en la estufa, “¿Pena?”. “Sí”, te dijo. “Pena. Si alguien roba, recibe azotes con ortiga y debe devolver dos veces lo que quitó”. Entonces vino a tu mente algo que te hacía eco desde hace meses: “¿Y si alguien mata, si viola o abusa de un niño?” Adela fue tajante. “Ay, ma, nuestros ancestros no concebían esos crímenes, son tan terribles que ni siquiera podían pensarlos”. Le hiciste la pregunta que te dio la respuesta, “Entonces, ¿qué harían esos pueblos?” Y sus palabras siguen resonando en tus oídos: “Quitar el mal de raíz, la pena corporal y el destierro del mundo”. La última afirmación regresó a tu cabeza después de casi tres años. Recordaste que aquella vez fue la última que te contó de sus clases, de sus lecturas. De los deseos de ingresar a la universidad, aunque supiera las dificultades que entrañaba seguir en la escuela. Tú le prometiste que entre las dos trabajarían para alcanzar sus sueños. Y Fernando Ortiz se los arrebató una tarde cuando regresaba de la prepa.
Cierro los ojos y la imagen de Adela se retira de mis párpados. Parece que alguien la llama como de niña: “Adela, Adela, ven”. Se aleja y en su lugar, aparece el juicio. El cuarto oscuro, la silla acusatoria, el foco sobre el convicto. Se leen los cargos, se dicta una sentencia: el castigo y la pena, el destierro del mundo. No es un juzgado del “sistema judicial”, aquel que negó el castigo al violador y asesino de mi hija y le permitió salir de la cárcel un año después. Olvidó las vejaciones cometidas contra mi niña, la saña y la crueldad. Lo que no tiene nombre, lo que no se concibe en nuestro mundo “salvaje” antes de la llegada de los españoles. Se aplica una pena al cuerpo porque la reparación nunca será posible, ¿quién nos devolverá a nuestras hijas?, ¿quién borrará el dolor, el miedo, la rabia, la pena, la saña? A mí me toca castigar el cuerpo y propino los azotes acordados. Aplico la descarga y con dos compañeras más, lo embalamos en bolsas de basura. Se etiqueta con un pegote su pertenencia al crimen organizado “por soplón”. Aunque está inmóvil, se emite la sentencia del destierro definitivo para que la escuche. “En agua sucia, porque la mierda debe volver a su origen”. La condena se pronuncia para expulsar el mal: “Culpable. Por la violación y muerte de Montserrat Pérez. Hija de Paloma García, madre de Iker, amada hija y madre”.
Despierto en el autobús. Abro los ojos y la luz de la mañana se hace más fuerte. Cierro la cortinilla para que su relámpago no cegué mi razón y pueda ver.
Aquella mujer te lo dijo, lo explicó bien. No sólo te entregó el plan y el dinero que solventaría los tres meses que necesitabas. Te contó de Miriam y de Marisela, de tantas otras que se han perdido en las historias sensacionalistas de la prensa, los relatos que se alimentan de los cadáveres, de los cuerpos de las mujeres. Recuerdas el razonamiento que estará contigo desde ahora, y no te abandonará lo que te falte de vida: “Esto, Teresa, es justicia, no venganza; funciona como una cadena de favores; estarás en el juicio que precede al del asesino de tu hija. Cuando saldes tu deuda y entregues el siguiente eslabón de la cadena, se juzgará a Fernando Ortiz en un proceso justo. Nunca sabrás dónde quedó. Aplicarás el castigo en otro que cometió el mismo delito. Tendrás justicia, sólo eso”. Y esa promesa te fue suficiente.
Las horas han pasado. He llegado casi al final del camino. Tomo un taxi que me lleve al parque donde recogeré una sudadera. Tecleo un mensaje a mi interlocutora para saber cómo viene vestida. Me espera en una banca. Usa un cubre bocas como todos. De pantalón y suéter negro. La miro desde lejos. Parece tan distante, como borrada de este mundo, así, como yo estuve algún día. Me acerco y me presento. Pago el dinero, reviso la sudadera. Cuando confirmo que todo está en orden, le entrego la carta y le digo: “de Rosa María, ábrela en tu casa y no lo comentes con nadie”. Como yo, hace más de tres meses, la mujer no articula palabra. Se queda plantada como un árbol enfermo en ese parque casi vacío. Doy media vuelta y me alejo para siempre, con la sudadera para Sergio en las manos.
Los árboles se agitan con el viento glacial de un primero de enero. Escucho el murmullo de las hojas. A lo lejos se me aparece Adela. El pelo negro le cae sobre la espalda. Baila en el patio de la casa un vals de quince años, abrazada a su hermano. Escucho la voz que llama a su ánima: “¡Ven, Adela, Adela, ven!”. Extiendo mis manos y grito con fuerza su nombre: “¡Adela! ¡Adela! ¡Adela!”. Para que su ánima encuentre su centro. Para que su alma regrese a su origen, en este invierno de muerte, uno de enero, año… ¿Qué año es?… de esta otra pandemia.
Olivia Guarneros

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