La ciudad te va a devorar

Raquel Hoyos

Le digo que no fue mi día. Espero que sólo sea un día, porque mire que está de la fregada comenzar así, con el pie izquierdo, como diría mi madre. Pues sí, soy de provincia, pero eso no tiene nada que ver. Yo ya había venido antes a la ciudad, muchas veces. Desde chiquita mis padres me traían a la Villa. No, no soy católica; bueno sí, por herencia. Aunque después de lo que me pasó hoy, ya no sé ni qué pensar.

Ya sabe, los padres dicen haz esto, haz aquello, y una por no contradecirlos les dice que sí; aunque en el fondo no lo hagas o tengas tus dudas. Ellos no querían que viniera a la ciudad. Para qué desperdiciar el tiempo en una carrera si vas a terminar atendiendo a un pendejo, me dijo mi padre. Mamá estaba con ese pendiente de que un día no iba a saber más de mí. ¿Y dónde te busco? ¿A quién le preguntaría? Las muchachitas desaparecen a cada rato y no las vuelven a encontrar, me repetía casi a diario.

Sí, señora, yo sé que así son las mamás y los papás, se preocupan por una, pero no sabe lo que me costó llegar hasta acá. Cuando recibí la carta de aceptación, ¡újule!, fue la mejor noticia de mi vida. ¡Y con beca! Quería ponerme a saltar y a bailar en ese momento, pero estaba en las computadoras de la biblioteca de mi escuela, y pues no podía hacer escándalo. Entonces empecé a llorar despacito, frente a la pantalla, y dije yo me voy porque me voy, contra viento y marea.

¿La marca en mi brazo? No, no es nada. Es que en el merequetengue alguien me jaló muy fuerte y me lastimó, pero no me duele. Ahorita le cuento por qué me jalonearon.

La ciudad te va a devorar, me advirtieron mis padres. Pero oiga, soy la primera de mi familia que va a terminar una carrera. Yo sé que cuando tenga mi título, todos van a estar bien contentos. La fiesta va a ser en grande, con barbacoa de chivo recién salida del horno. Así se hace en mi pueblo. Es un municipio de tantos en Los Valles de Oaxaca. ¿No lo conoce? Ojalá algún día tenga la oportunidad.

En verdad, no se preocupe. No sé está poniendo más grande la mancha. Es su imaginación. Antes de subir al autobús, papá y mamá me repitieron: no dejes que la ciudad te devore. Eso fue apenas ayer. Nos abrazamos, chillamos y todo el camino me vine derramando lágrimas sobre mi mochila, hasta que me quedé dormida. La tristeza y el estrés, yo creo, me provocaron pesadillas. Soñé que una boca enorme –ya sabe lo exagerados que son los sueños– me quería machacar con sus dientesotes mientras se arrastraba como un caracol gigante. Y yo ahí tirada en el suelo. Le juro que ni me podía levantar, como cuando se te sube el muerto. El chofer me despertó para avisarme que habíamos llegado. Ya había oscurecido. Lo bueno que el taxi se fue rapidito. Llegué al cuarto que una tía me hizo favor de conseguirme, ya amueblado y a buen precio. Ni ganas de hacer nada, directo a dormir. Afortunadamente, ya no tuve pesadillas.

¿No le molestan las cantaletas de los vendedores? Bueno, es que ustedes están acostumbrados a escucharlos todos los días, los ven subir y bajar de los vagones; ya son como parte del paisaje. Me tendré que adaptar. Yo creo que en unos meses ya estaré como pez en el agua. ¿Usted también va hasta Copilco? Ah, pues tenemos tiempo para que le cuente. Como le decía, el día empezó mal. Y eso que me desperté tempranito para llegar fresca a mi primera clase. Ah sí, eso no se lo he especificado, estoy de intercambio en la universidad. Y pues dije, la primera impresión es importante. Así que antes que nada, me di un buen baño. Elegí ropa fresca para estos calores y me trencé el cabello. Sí, ya sé que ahorita no me veo nada bien, pero ya sabrá por qué. Después de arreglarme, estaba dispuesta a preparar el desayuno. Y pues ahí me tiene picando cebollita, jitomate, vertiendo los huevos… y a la hora que los voy a llevar a la estufa, pues resulta que no enciende. No sé qué sea. No había nadie a quién pedirle ayuda. Pues con la pena, pero ahí dejé el revoltijo, y yo digo que se me va a echar a perder porque no tengo refri. Ni modo, me fui con la tripa chillando. Ni un pan tenía. Salí con la intención de ir a la tienda a comprar aunque fuera un yogurt y galletas. Peor es nada, ¿no? Pero ya estando ahí le pregunté al tendero si conocía un lugar cerca donde almorzar algo rápido. Me recomendó el puesto de doña Licha, a tres cuadras. No me costó encontrarlo, desde lejos vi la lona color naranja. Como no tenía mucha gente a esa hora, yo me dije que en diez minutos comía y aún podría llegar temprano. Vi en la cartulina las opciones, pero no me convencían mucho. Me decidí por unas quesadillas de tinga. ¿Y sabe qué me dio? Cuando me pasó el plato y abrí las quesadillas para ponerles salsa, vi que sólo eran dos tortillas con un poco de pollo adentro. ¿Y el quesillo?, le pregunté. Ah pues tú no me las pediste con queso Oaxaca. Y yo ahí con mi cara de qué madres está diciendo. ¿Hay que especificar que una quesadilla lleva quesillo? Señora, la palabra lo dice: “quesa-dilla”. Abrí la tortilla y acerqué el plato a su cara para que viera el vacío tan triste de ese miserable taco. Porque esto es un taco, le dije. Doña Licha miró boquiabierta la tortilla. Se llevó las manos al rostro, abrió bien grande los ojos y exclamó “¡Madre de Dios!”. Yo creí que se estaba burlando. Pensé, ah, mira, qué bromista salió la doñita. Pero acto seguido, le dijo a su ayudante, Dominga ven acá, mira esto. Y que me arrebata el plato. La otra mujer dejó la masa a un lado, se acercó y miró con detenimiento.

–Mira nada más, Dominga: el manto, la carita.

–¡Madre mía! ¡Un milagro! Dios bendito.

Las mujeres se persignaban frente a mi plato mientras yo seguía ahí con mi cara de pendeja y el hambre aumentando.

–¡Ey, seño! Ya no importa que no tengan quesillo. Devuélvame mis tacos que tengo hambre y se me hace tarde para ir a la uni.

Pues ni me peló. Llamaba a cuanta persona pasaba para que presenciara el supuesto milagro en mi plato. De repente, quién sabe de dónde, pero ya habían llegado una decena de curiosos. Entonces a mí también me dio curiosidad y le pregunté –varias veces y llegando a los gritos porque ni me hacían caso– qué había en las quesadillas que les parecía tan interesante. La doña, ante mi mirada triste y hambrienta, arrojó al suelo la tinga y dejó sólo una tortilla.

–Mira, muchacha, ve la figura que se formó.

Sí vi algunas líneas, pero la verdad no entendía qué les sorprendía tanto.

–¿Estas ciega o qué? –me gritó–. ¡Es la Virgencita de Guadalupe! Seguro eres una pecadora, por eso no la ves.

Me dejó atónita, más por la circunstancia que por la dichosa aparición. En un momento, mi quesadilla, que en realidad era un taco y que terminó siendo una tortilla bendita, estaba ya en una charola con una veladora al lado. ¿Que de dónde salió eso? Sepa, ni cuenta me di. Para ese entonces, todo alrededor del puesto estaba repleto de gente. Nunca he sido buena para los cálculos, pero le juro que no había menos de cincuenta personas. Entonces dije, yo no sé qué chingados hago aquí. Ya estoy muy atrasada y me espera un largo viaje. Pues en la estación me compro algo y me lo como en el vagón. Con un sándwich aguanto, y me lo devoro antes de que me salgan con que en el pan se dibujó la cara de Jesús.

Sí, la verdad tengo un poco de comezón, como que ya se me irritó la piel, pero usted tranquila, seguro es bien fácil conseguir sábila bajando del metro; corto un trozo, me aplico la baba y se me va a pasar bien rápido. Le sigo contando. Ya me iba, se lo juro, cuando sentí una mano apretándome la nalga. ¡Hasta se me fue el aire! Sentí mi cara arder de pura indignación. Me volteé, y ahí estaba el tipo, mirando sobre mí, haciéndose el desentendido, como que iba a ver qué onda con la aparición. Y le dije, óyeme, pendejo, mientras lo empujaba. Toda la gente volteó a verme. Doña Licha me reclamó que por qué usaba ese lenguaje frente al milagro.

–¡Es que este cerdo, degenerado, me acaba de agarrar una nalga!

¡Y qué cree! El muy cobarde dijo que no era cierto, que había mucha gente y que pues quizá lo empujaron y yo me confundí. Hasta se atrevió a gritar como si él fuera la víctima:

–Ya ven cómo son las chamacas de exageradas hoy en día, apenas las rozas y ya te salen con que las quieres violar. Luego lo suben al face, y ahí vienen otras locas a gritar y a arruinarnos la vida a los hombres.

¿Y sabe qué pasó? No me lo va a creer, porque yo tampoco lo creía, y hasta dije parece que estoy en una pesadilla y voy a despertar en cualquier momento. Pero no, estaba bien despierta escuchando como le aplaudían. Sí, le aplaudieron su pinche discurso. Discúlpeme las groserías, pero me acuerdo y me invade el coraje.

Con la rabia hasta la coronilla, solo me salían insultos hacia ese bestia y a los que lo defendían. Me llamaron loca, desquiciada, histérica, exagerada. Otro señor hasta me jaloneó y me dijo que dejara de llamar la atención, que me fuera porque los de la televisión ya venían en camino para documentar el milagro. Quizá fue él quien me lastimó el brazo y por eso me salió esta mancha. Porque sí me sujetó bien feo. Me asusté porque creí que me iba a golpear, y lo más probable es que la muchedumbre se me fuera encima también. Imagínese, morir linchada, en mi primer día de escuela y sin poder llegar. Mis padres iban a tener razón, la ciudad me iba a devorar. Ese hombre sujetaba mi brazo desde atrás como si yo fuera una ladrona, frente a una cantidad de gente ya imposible de calcular y todos gritando al mismo tiempo. Estoy segura de que los que iban llegando ni sabían lo que había pasado, pero se sumaban al borlote sólo por hacer bulla. Incluso escuché que alguien gritó “quémenla”. Me sentí una bruja a poco de ser arrojada a la hoguera.

Casi con la voz entrecortada, le supliqué a la multitud que pensaran en sus hijas, en qué hubieran hecho si ese animal las atacaba. Me contestaron que las niñas de esa colonia no se vestían provocativas como yo, que eran señoritas decentes y no unas putas. ¡Hágame el favor! Míreme, ¿este short todo guango es provocador? 

Empecé a llorar, sí, de coraje, de impotencia y porque me sentía humillada. Estaba a punto de repartir mentadas de madre y de darle un pisotón al tipo que me estaba agarrando, ya sin importarme las consecuencias, cuando doña Licha pegó un grito que nos distrajo a todos.

–¡Miren, la virgencita está derramando lágrimas de sangre!

No me va usted a creer, pero de la tortilla, por lo menos a la distancia donde yo estaba, se veían unas manchas rojas. Sepa si eran lágrimas o alguien le aventó salsa, pero la doña juraba que habían aparecido sólitas. De repente, todo se volvió algarabía, aplausos y chilladera. El gorila me soltó para imitar a todos los demás que ya se habían hincado para ponerse a rezar. Yo fui la única que se quedó de pie, manoseada y humillada. 

Se lo juro que ni lo pensé, fue como si alguien actuara a través de mí. Ni siquiera puedo decirle que una vocecita me dijo hazlo, hazlo; aunque sí recordé las advertencias de mis papás. Antes de echarme a correr, jalé la tortilla de la charola y me la llevé a la boca. De rodillas, con la cabeza al suelo, no se dieron cuenta de nada. A saber en qué momento alguien vio la charola vacía y alertó a los demás. Yo iba corriendo con todas mis fuerzas, masticando la tortilla bendita sin voltear. Después de un rato, muy a lo lejos, escuché que la gente gritaba, decían fue ella, fue ella, y muchas maldiciones. Había llegado al paradero, me trepé al autobús que estaba próximo a salir y me perdieron de vista. Entre tanto pesero era casi imposible que me encontraran. Por eso vengo toda desgreñada y sudorosa, por los jaloneos y por correr para salvar mi vida. Me bajé del autobús en la primera estación del metro por la que pasamos. Y, pues, aquí me tiene.

Claro que he pensado que al regresar me pueden reconocer. He estado ideando todo este tiempo qué voy a hacer cuando llegue. En el cuarto están todas mis cosas y no tengo a dónde ir. Tengo una tía, pero en su minicasita apenas caben ella y su familia. ¿Qué me aconseja usted? Quizá pueda negar todo, ¿verdad? Decir que se me hacía tarde, que yo no agarré la tortilla, que corrí por las prisas, que la tortilla se esfumó por otro milagro, que quizá no somos dignos de ella. Ese es mi plan: negar, negar, negar.

No me mire así. No fue por hambre. Ni si quiera sé por qué lo hice. Estaba bien encendida por el manoseo del tipejo ese y por el hecho de que otro poquito y me linchan. ¿Apoco no tenía razón en enojarme? Pero, sabe, se sintió bien llevarme la tortilla.

¿Por qué mira con insistencia la mancha en mi brazo? Señora, claro que no tiene la forma de un manto ni de un rostro. Por favor, señora, no grite, la gente nos mira y ya vienen para acá. ¡Aléjese, no me toque! ¿Y ustedes, quiénes son? No se me acerquen. No, no es la Virgen. Ya me voy a bajar, quítense por favor. ¡Suélteme, señor, me está lastimando! ¿Qué hacen todos ustedes sobre mí? Necesito bajar. Me duele. No puedo respirar…

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Raquel Hoyos

Nació en Puebla en 1986, es licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica, cuentista, feminista y asidua lectora de otras mujeres. Es autora de tres compilaciones de cuentos: Maldita, editada por la Secretaría de Cultura del estado de Puebla en 2021; El lado equivocado, editada por el Instituto Municipal de Arte...
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