Buda negro
Cuando conocí a Estela estaba conectándose bien cabrón con el firmamento; yo soñaba con poder salir de casa de mis papás y dejar de lidiar con ellos.
Me sentí atraído por sus nalgas redondísimas, enfundadas en la delgada licra aquel día en la cafetería. Le sonreí, me miró con sus ojos profundos y sensibles. Después de hacerle plática casual, me invitó a su departamento, ya entrados en los besos sacó el mezcal y la mota.
Me presumió al gran Buda blanco en su cuarto de meditación; después subimos a la azotea. Esa noche terminé contándole mis traumas existenciales mientras ella se conectaba con el cosmos y el universo interdependiente ayudada por un porro. Nos tiramos en una hamaca y un camastro, a mirar al vacío y a disfrutar la noche.
Terminé en su cama. La mota me hacía sentir sus caricias sublimes. Sentía cómo su piel se erizaba y sus gemidos rebotaban en el fondo de mi plexo solar. Podíamos morir en ese instante, abrazados, desnudos y plenamente extasiados. Cuando nos dio el monchis me dijo que la vida nos daba la oportunidad de disfrutar cada segundo de nuestra efímera existencia.
Por la mañana, Estela estaba en su cuarto de meditación, frente al gran Buda blanco, haciendo posturas complicadas de yoga que me incitaban a imaginarla en la cama, desnuda, sobre mí. Se acercó, me tomó de la mano, acarició mi barba y caminamos para quedar frente a esa gran figura. Soltó la frase: Buda es la respuesta a todo.
Al principio nos conectamos bien chido, sin apegos ni pedos emocionales. Después yo acabé la relación, lo admito. Me llené de celos, inseguridades y reclamos pendejos. Entre otros panchos, me puse bien agresivo con su maestrito el monje. Le di un par de golpes que le quitaron las ganas de volver a coquetear con mi novia. Estela decía que era mi estúpida proyección de inseguridad lo que me ocasionaba esos celos.
Valió madres. Prefirió a su pinche maestro y su estúpida iluminación. Aunque ya habíamos terminado yo seguía pensando en Estela, y recordé la vez que le dejé marcados mis dedos en su brazo, que fue sin querer. Seguro eso también la hizo enojar. Fui un pendejo.
Después de unos meses me paré afuera del estudio de yoga. La vi salir, balanceando su enorme trasero debajo de su pantalón hindú, despreocupada, sencilla, volátil. Me acerqué a ella, me abrazó. Sentí el contacto de sus pechos en mi cuerpo y me atreví a darle un beso. No se retiró, dejó que mi lengua explorara su boca. Todavía me quería. Le pedí perdón por ser un idiota, me sonrió, tomó mi mano y ya no me dejó soltarla.
Empezamos a salir otra vez. Hablábamos de la vida, los amigos, los sueños, los prejuicios, los apegos, el pasado doloroso, el futuro incierto. El mundo se volvía pequeñito cuando Estela hablaba de visitarlo por completo. India sería su primera parada, pero antes había decidido ayudarme a encontrar mi camino. El viaje podía esperar. Ella quería que yo saliera de mi zona de confort y así podría ser feliz.
Me mudé a su casa. Cogíamos hasta el cansancio y nos conectábamos uno con el otro bien chingón. Me encantaba verla sentada, desnuda, con las piernas cruzadas en flor de loto y los ojos cerrados, frente al gran Buda a quien Estela parecía necesitar tanto como yo a ella.
Por las tardes caminábamos por la ciudad, despreocupados, sonrientes, felices. A su lado me sentía libre. Ella decía que el dinero sólo era una herramienta y que la felicidad dependía de las experiencias que recolectábamos durante la vida. Para mí era un alivio que se hiciera cargo de pagar las cuentas y comprarme todo lo que yo quería con tal de verme feliz.
Era perfecta, pero no pude con tanta perfección. El olor del incienso en la sala empezó a darme asco; sus amigas llegaban a meditar y se la pasaban horas sentadas en sus tapetes, cantando esos mantras interminables. Para colmo, la casa olía a una mezcla entre incienso y cannabis; tenía que abrir las ventanas a pesar del frío y así impedir que el humo se me atorara en la garganta.
El pinche gato también me tenía hasta la madre. Se aposentaba encima de mi computadora; llenaba de pelos los sillones, las almohadas y la cama. Maullaba como loco y daba tumbos por las escaleras porque la pinche Estela lo hacía malviajarse echándole el humo en la nariz.
Me frustraba no encontrar en internet algún empleo apasionante, bien pagado y que tuviera buenos horarios. Pinches trabajos, todos eran igual de aburridos, complicados o necesitaban mucha experiencia, la cual no tenía.
Estela cocinaba puras cosas insípidas. Me empezó a fastidiar el sabor del trigo, el hummus y el tofu con su aroma a leche podrida. Estaba harto de comer lechuga a diario y terminaba atascándome de papas, pastelitos, chocolates o cualquier otra chuchería que ella aprobara como libre de maltrato animal. Un día encontró en la basura un pedazo de hamburguesa y me recetó una tremenda letanía que me quitó las ganas de volver a desafiarla.
Terminé por compadecerme de Batuk, el gato, y nos volvimos aliados. Le compraba leche y le daba carne que traía clandestinamente. A cambio, él empezó a maullarle a Estela mientras meditaba y no la dejaba concentrarse.
Ella comenzó a ignorarnos, nos dejaba solos muchas horas. Yo empecé a sospechar de aquellas largas meditaciones en el centro espiritual; estaba seguro que eran un pretexto para meterse toda la droga que se encontrara.
Una tarde, Estela trajo a nuestra casa a unos güeyes que conoció en un evento del despertar de la conciencia. Le ofrecieron irse a una meditación por dos semanas a un centro holístico al pie de los volcanes, y la cabrona aceptó sin preguntarme.
Se fue. Ella buscaba su paz interior mientras a mí me cargaba la chingada. Pensaba en esos cabrones que de seguro le estarían coqueteando y la pinche Estela, que se sentía como un alma libre, indudablemente les abriría las piernas.
Fue en esos días, sin ella, cuando descubrí la historia de la vaca. Me senté en el sillón de la sala con Batuk a mi lado. Tomé uno de esos libros mareadores de superación personal, esos que te dicen que puedes ser el más chingón si te lo propones, que eres dueño de tu propio destino, que el universo va a conspirar a tu favor y todas esas pendejadas.
El güey contaba la historia de aquel maestro que le mató la vaca a un pueblo para darles una lección. Esa vaca simbolizaba los apegos que todos tenemos por ciertas cosas, personas o lugares. Tal vez yo debía matar a mi propia vaca para ser completamente feliz. Aún no sabía qué o quién era.
Estela seguía sin aparecer. Me la imaginé llegando a la casa, cantando mantras y deslizándose por el pasillo hablando de Krishna, Buda y otros güeyes.
— ¿Qué pedo con tus amigos? ¿Te divertiste con ellos? ¿Ya se te bajó la euforia del chingado viajecito? —le preguntaría mientras fumaba un porro de esos que la idiotizan al menos dos horas.
Se quedaría en silencio, burlándose de mis preguntas, esperando a que el agua hirviera para tomar su pinche té de hierbas. Yo seguiría discutiendo y ella callada. Me miraría con los ojos rojos por la mota haciendo efecto, hasta que su voz pausada soltara las palabras:
—Tienes que desapegarte de mí. Buscaré las respuestas que necesitamos. Veremos sí podemos seguir juntos.
Se encerraría en nuestro cuarto y yo gritando solo en la cocina, mientras la música tibetana a todo volumen intentaría mitigar mis reclamos.
Pasaron dos semanas más. Nuestras reservas de comida se acababan, Batuk sólo tenía una lata. La cuenta que me había dejado estaba casi en ceros y no contestaba mis llamadas ni mensajes. A la mitad de tercera semana sin ella, caí en cuenta: Pinche Estela, la cabrona me dejó.
Corrí al cuarto de meditación. Apilé a los pies del Buda todos sus libros, tapetes, figuras de ídolos, velas, inciensos, las plantas, los aceites, la hamaca y el camastro. Regresé a la cocina buscando unos cerillos. Mi estómago hervía al igual que el agua de la estufa. Saqué del baño la botella de alcohol y subí corriendo las escaleras.
Observé cómo el pinche Buda se iba poniendo negro con las llamas. Los libros se iban convirtiendo en cenizas, los hilos de la hamaca se desvanecían, la madera del camastro se quebraba, el olor a marihuana inundaba el cuarto, los ídolos tronaban y lentamente se derretían.
Pensé en Estela y lo que me diría.
—¡Eres un idiota! ¡Qué hiciste con mi Buda que traje del ashram de Nepal! —gritaría cuando observara el incendio— El karma te lo va a cobrar caro.
El humo circulaba por mi garganta y se iba esparciendo en mis pulmones. Empecé a sentir el calor de las llamas, me reí como un tarado.
Si Estela estuviera aquí, daría pasos lentos hacia la cocina y regresaría con una cubeta, para tirarle agua al Buda que se había puesto negro del hollín.
Yo tosía y tosía entre los ataques de risa y el humo.
Si ella estuviera, me ofrecería un toque de mota para quitarnos el susto y empezaríamos a reírnos de nosotros, tirados cerca del montón de cenizas. Observaríamos la cortina de humo que se iba disolviendo con el aire junto con los kilos de marihuana traídos de su viaje holístico. Estela no está.
En eso, me percaté de la presencia del Buda. El Buda negro estaba parado detrás de mí. Sentí su enorme barriga en mi espalda y su mano gigante sobre mi hombro. Me di la vuelta. Estaba de pie, mirándome. Era inmenso, había perdido su pose de meditación y me hablaba.
No entendí lo que dijo. Su voz era grave. Sentí el palpitar incesante de mi corazón y volteé a ver el lugar, donde, si estuviera Estela, seguramente estaría sentada. Seguiría siendo perfecta. Pensé en el cuento de la vaca. Me cayó la iluminación como un rayo. Mi obsesión hacia ella se había vuelto la vaca que tenía que mandar a la chingada. No quería dejarla.
La ansiedad hizo que me temblara el cuerpo. Me levanté despacio, con un chingo de miedo.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —balbuceé.
—Tu no perteneces a este lugar. ¡Sal de aquí!
Salí del cuarto y caminé a la puerta. Agarré a Batuk y cerré de un golpe. Al carajo con Estela.
No cabe duda: Buda es la respuesta a todo.
Carmen Monroy
En la boca del incendio
El cuerpo de Eugenio ardía de pies a cabeza sin que el infeliz atinara a hacer algo por apagar el fuego que lo abrasaba. Sus aullidos de dolor transmitían a la piel de los que estábamos cerca, el sufrimiento infinito que invadía no sólo el cuerpo, sino también lo más profundo del alma.
Cruz el muerto
Sólo queríamos rayar una pared, rayarnos las narices con coca, rayar el hígado con chelas y tonayan: dejar una raya de la historia que somos.
Puerto toro
Confinada a un departamento sucio y una mente revuelta nuestra protagonista lucha contra el pasado y la incertidumbres del futuro.
Die Müller
Los Müller reciben una visita de su hijo Carlos y su esposa, ello los confrontará con la nostalgia y el futuro que les queda por vivir.
La cabeza de huevo
¿Qué podría matar al instinto maternal? ¿Un parto inesperado, la pérdida de la inocencia o el embarazo mismo?
0 Comments