Redes y castillos
Sara escuchaba el ruido de las olas y el sutil graznido de las gaviotas. Una ligera brisa movía despacio su cabello ondulado. Inhaló el aroma del océano. Sentía que su alma se aliviaba al llenar sus pulmones. Observó con ternura a su prima. La pequeña se esforzaba en cavar un pozo alrededor de un castillo de arena con torres irregulares. Su tía Lucrecia terminó de construir la muralla y colocó con delicadeza una bandera en la punta de la torre. Sara escuchó unos pasos sobre la arena que se acercaban por detrás. Una sombra parecía rodearla y se hacía cada vez más grande. Alzó la vista.
—Vamos a pescar —dijo su tío Gerardo. Le tendió la mano olorosa a cerveza.
—No, aquí estoy bien —contestó cruzando las piernas en flor de loto. Se acomodó el nuevo pareo de flores tahitianas que su tía le había comprado.
Sara se sentía culpable por salir a divertirse. Repudiaba a sus tíos que la habían obligado a dejar la casa para acompañarlos a la playa. Actuaban como si la muerte de su madre, hacía apenas un mes, no les importara. Se incorporó despacio sin tomarle la mano a Gerardo y sacudió la arena del pareo. Lucrecia tomó a la niña del brazo y caminó hacia su sobrina.
—No tarden mucho, sé que ya no eres una niña como para andar jugando a pescar pero dale gusto. Anda, ve —dijo acomodándole un mechón de cabello detrás de la oreja. Le ajustó los tirantes del traje de baño y le acercó el bloqueador solar. Sara miró afligida a su tía. Su prima se soltó de la mano de su madre y corrió con torpeza hacia las olas. Lucrecia la siguió.
Gerardo se apuraba a cargar la hielera metálica con suficientes provisiones de cervezas, una red, cañas y un pequeño arpón.
Sara, resignada, caminó hacia el bote y desamarró la cuerda de la regala. Su tío tomó la palanca del motor. La joven se sentó en la proa observando el castillo de arena que empequeñecía mientras el bote se alejaba de la orilla.
Se detuvieron a la mitad de la nada. Sara se colocó a estribor con los pies bien plantados y los brazos estirando los extremos de la urdimbre con suficiente tensión. Era algo que su tío le había enseñado desde que era pequeña; no hacía falta que se lo recordara. Escuchó el chapoteo de las diminutas boyas que se dispersaban en el agua. Se sentaron de espaldas a la red. Cada uno con una caña en las manos.
Pasaron más de diez minutos en silencio, el mar estaba en calma. Se podía escuchar las diminutas olas que pegaban sobre el bote y el graznido lejano de las gaviotas.
—Mañana iremos al juzgado. Empezaremos los trámites para pedir tu custodia —dijo Gerardo destapando su tercera cerveza desde que habían subido al bote.
—Quiero buscar a mi papá —enredó el carrete, el hilo se tensó.
—No lo jales tanto, vas a espantar a los peces —acercó su cuerpo al de ella, posó su mano encima de la suya. Tomó la canilla y soltó un poco el sedal.
—Yo le avisé que había fallecido tu madre y ni siquiera se apareció en el velorio. ¿Acaso te llamó? —La chica negó con la cabeza y bajó la mano.
—Ya ves, no tiene caso, nena. Él no quiere saber nada de ti.
Se había sentido muy sola desde que su madre había caído en cama a causa del inesperado cáncer. Lucrecia cuidó a su mamá hasta el último día y se encargaba de su pequeña que apenas tenía tres años. Su tío se dedicó a consentir a Sara, la enseñaba a andar en bicicleta, le compraba todo lo que pidiera y le daba consejos. Su madre y su tía siempre estuvieron orgullosas de que Gerardo se hiciera cargo de ella como si fuera su hija.
—Tú no entiendes nada—dijo Sara jalando un poco la caña.
—¡Carajo! Te dije que no tensaras la cuerda.
Gerardo la miró inquisitivo. Aquella mirada imponente le hizo sentir a Sara un miedo que comenzó a recorrer su espalda. Su tío miró los hilos de las cañas, uno al lado del otro. Exhaló despacio.
—Él no sabría cuidarte como yo lo he hecho.
Sara escuchó a sus espaldas el ruido de las sogas anunciando que la red estaba lista para sacarla. Se dio la vuelta y tiró de las cuerdas. Entre aquel entramado habían caído unos cuantos peces inquietos que se sacudían y un pequeño pulpo. Sonrió. Ella siempre había querido atrapar un animal con tentáculos. Gerardo le ayudó a subir la red al bote, se hincó y comenzó a desenredar los peces; los fue metiendo uno a uno con suma delicadeza en la hielera. Ella se quedó parada detrás de él, quiso desasir al animal, su tío se lo impidió.
—Hay que esperar a que se asfixie —dijo mientras separaba los peces de la red—. Y cuidadito con decirle algo a tu tía. No va a creerte.
El pulpo expulsó la tinta azul cobalto que se difuminó en el piso de madera del bote y tiñó las redes blancas. Sara miró con compasión al octópodo. Sus extremidades enroscadas entre las cuerdas de la red, la hicieron recordar aquellas noches en las que su tío entraba sigiloso a su habitación. Estaba segura de que el pulpo se sentía igual que ella. Sus manos y sus piernas se parecían a esos tentáculos, retorciéndose sin poder zafarse de las manos de su tío cuando la sometía en la cama de su cuarto, le tapaba la boca y besaba su cuello. Sintió náuseas. Un profundo enojo comenzó a surgir de su interior.
Sara se imaginó tomando el arpón del fondo del bote y jalando el gatillo. La flecha terminaría incrustada en el costado del hombre. El desesperado grito de su tío resonaría en el silencio del mar en calma. Sara tomaría el gancho y lo incrustaría más profundo. Las manchas de sangre se mezclarían con la tinta.
—Pásame el garfio, apúrate —dijo Gerardo sacudiendo la mano.
Sara regresó a la realidad. En ese instante supo que la vida de aquel octópodo acabaría esa tarde.
—No —contestó Sara. Se acercó a la red y desenmarañó los hilos liberando al pulpo.
Lo tomó con sutileza entre sus manos, los tentáculos se intrincaban entre los brazos, las ventosas succionaron ligeramente su piel. Con sumo cuidado devolvió el pulpo al mar.
—Eres una niña berrinchuda y acabas de arruinarme la pesca —se levantó imponente frente a ella y la empujó.
Sara perdió el equilibrio, se aferró a la orilla del bote y miró a su tío trastabillando entre las redes, las cañas y las latas vacías de cerveza.
—Yo soy un hombre bueno. Nadie va a creerle a una huérfana —gritó.
Sara mantuvo la mirada fija en el hombre, observando cada uno de sus movimientos. Gerardo miró a la joven con desprecio. Se sentó junto al motor y jaló la cuerda. Sara se concentró en el ruido de las aspas al contacto con el agua. Dejó de escuchar a su tío.
Llegaron a la playa. Gerardo apagó el motor y arrojó el ancla. Sara brincó fuera del bote y corrió hacia la orilla. Lucrecia y su hija seguían jugando en la arena. La joven se paró frente al castillo, miró a su prima y dijo:
—Tía, tenemos que hablar.
Carmen Monroy
Nació en la Ciudad de México, actualmente radica en la Ciudad de Puebla; ha tomado talleres de creación literaria en la Escuela de Escritores “M” en Ciudad de México y en el Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla (IMACP). Obtuvo Mención Honorífica en el XXI Concurso de Cuento...
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