En la boca del incendio

En la boca del incendio arden mis días
la hojarasca que soy
la yerba seca.
Siento mi alma como tierra quemada.
JAIME SABINES
Cuando acudimos a la vivienda, atraídos por los gritos y un gran resplandor que iluminaba toda la calle ya era demasiado tarde. El cuerpo de Eugenio ardía de pies a cabeza sin que el infeliz atinara a hacer algo por apagar el fuego que lo abrasaba. Sus aullidos de dolor transmitían a la piel de los que estábamos cerca, el sufrimiento infinito que invadía no sólo el cuerpo, sino también lo más profundo del alma.
A pesar de lo avanzado de la hora, mucha gente llegó movida por la curiosidad, para observar de cerca el espectáculo de un ser al borde de la muerte, pero quienes lo conocíamos, tratamos de hacer todo lo posible por auxiliarlo; con las prendas húmedas que colgaban del tendedero, a la entrada de la casa, cubrimos su cuerpo para apagar las llamas que casi habían terminado por consumirlo.
Incapaz de sostenerse en pie, cayó como un fardo. Sus gritos se fueron apagando hasta ser únicamente débiles gemidos que culminaron en un largo estertor de muerte.
Del Eugenio que todos conocimos, vital, duro, generoso con los amigos, quedó apenas una figura carbonizada, sin rasgos reconocibles. El fuerte olor a quemado que flotaba en el ambiente, fue alejando poco a poco a los vecinos.
—Descanse en paz —dijo doña Remedios, rompiendo el silencio, mientras le colocaba una manta mojada encima. Alguien trajo un crucifijo y lo puso sobre el cuerpo, persignándose.
—¿Le avisaron a Angélica?, —preguntó alguien.
—Parece que fue un chiquillo a buscarla –contestó doña Cándida la rezandera, mientras iniciaba en voz alta su letanía, seguida de unos cuantos creyentes.
—Santa María, madre de Dios, ruega por él y por nosotros los pecadores…
Minutos después llegó corriendo Angélica, la mujer de Eugenio, toda descompuesta. Sin dar crédito a lo que veía, levantó la manta y profirió con voz desgarrada, inaudible, el nombre de quien fuera su compañero en los últimos años. No lloró, se quedó pasmada, sin poder hablar, ni moverse, observando el bulto que dibujaba el cuerpo inerte. Miles de imágenes vinieron a su mente, cruzando con velocidad, como en una película rápida.
Se habían conocido tres años atrás. Eugenio Montero arribó a Usila con una cuadrilla de ingenieros, para hacer las mediciones y pavimentar la carretera, sin saber que su destino era quedarse para siempre en ese pueblo olvidado.
El mismo día de su llegada, luego de instalarse en el único hotel, con los otros responsables de la obra, acudió por la noche a la cantina La Bohemia, donde ella trabajaba sirviendo copas a los clientes. Esto era lo único que sabía hacer y lo que hasta entonces le había dado de comer, desde los 16 años. Siempre presumía, a quien quería escucharla, lo lista que había sido al elegir ese trabajo, pues pensaba que no le iba tan mal, comparada con la suerte de sus hermanas, que se habían casado muy jóvenes, y ahora tenían que atender al montón de hijos y a un marido alcohólico y violento como la mayoría de los hombres de Usila.
Nadie se explica qué fue lo que le dio, o qué le vería de especial a esa mujer, porque si bien no era fea, había otras en el pueblo mejores que ella. El caso es que cuando traspasó el umbral de La Bohemia, lo primero que le llamó la atención a Eugenio fueron las caderas de la mesera, sus nalgas redondas, que acarició desde lejos y sus pechos pequeños y firmes. Las miradas se cruzaron. Un impulso eléctrico lo recorrió de pies a cabeza. La energía que emanaba de la mujer, desconectó por completo los cables de su memoria, borrando de golpe su pasado: la ciudad de donde venía, la familia, los amigos, otras mujeres; todos quedaban en el olvido, enterrados, como si hubieran muerto.
Sintió como si la conociera de tiempo atrás y la hubiera recuperado de pronto en esta región perdida entre montañas y nubes, en esta “morada de colibríes”, como le decían.
Supo que se llamaba Angélica, que tenía 23 años y que la vida no había sido fácil para ella. Había vivido con otros hombres antes, pero en esas fechas no tenía a nadie a su lado. Le gustó la risa que afloraba en sus labios a la menor provocación.
—¿Te vienes conmigo al terminar tu trabajo?, —la invitó.
Por toda respuesta, recibió un guiño y una carcajada, que encerraba un racimo de promesas.
Esa noche, estuvieron juntos por primera vez. La humedad que guardaba entre sus piernas morenas y el caracol marino de su sexo, le dieron la certeza de que nunca volvería a navegar en otras profundidades.
Angélica se fue a vivir con Eugenio en cuanto él se lo pidió. Se sentía feliz de tener a un hombre dedicado completamente a satisfacerla y logró convencerlo de que la dejara seguir trabajando en la cantina, para no aburrirse.
El ingeniero siguió al frente de las obras de construcción de la carretera y por las tardes, al terminar la jornada, iba a La Bohemia a quitarse el calor de encima con unas cervezas. Ahí se quedaba jugando a las cartas hasta la hora de cerrar. Después se iban juntos, caminando hasta el final del pueblo, donde le construyó una casita.
Mientras tuvo dinero, Eugenio le cumplió a su mujer todos sus caprichos: vestidos, zapatos, fiestas, paseos, joyas, perfumes; pero al cabo de un año, al concluirse la carretera, se encontró desempleado y sin haber ahorrado un solo centavo de lo que había ganado en ese tiempo.
A partir de entonces, fue ella la que hizo el papel de proveedora: la comida, la ropa y todo lo necesario para la casa, salía de su sueldo y las propinas, que cada vez eran menores, desde que se fueran los empleados de las constructoras.
Eugenio, en tanto, se pasaba los días tumbado en la cama, tomando la vida a sorbos, bebiendo todo el tiempo, para matar el tedio. Se sentía impotente, al no poder darle a ella lo que necesitaba, pero no hacía nada por remediarlo.
Se volvió una costumbre entre los amigos, llegar a su casa tres o cuatro noches a la semana, a jugar cartas hasta muy tarde. Él apostaba al azar lo poco que le quedaba: su dignidad, su honra y los veinte o treinta pesos que lograba conseguir, vendiendo algunas pertenencias.
A medida que transcurrieron los meses Angélica se llegó a hartar de su marido. Muchos cambios se habían producido en su manera de ser; se portaba esquiva y grosera, sobre todo cuando él bebía más de la cuenta. En muchas ocasiones fue capaz de correrlo de la casa con todo y sus amigos de juerga.
Por el temor de perderla o quizá por tanto beber, Eugenio empezó a tener pesadillas. La soñaba escapando hacia las montañas, escondiéndose de él entre la selva. La tupida vegetación le impedía encontrarla, por más que la buscaba en los alrededores. A punto de abandonar la búsqueda, al anochecer la hallaba sentada junto a una hoguera y al borde de un precipicio.
La veía de lejos, bajo la luz de las llamas pálida e irreal, entre la bruma nocturna; angustiado, corría hacia ella, pero cuando estaba a punto de atraparla volvía a huir hasta el otro lado de la barranca.
Entonces, intentaba seguirla otra vez, pero tropezaba y caía por el desfiladero sin fondo perdiéndola para siempre.
Despertaba sobresaltado, empapado en sudor y su primer impulso era estrecharla, pero en la cama, a su lado, nomás estaba la almohada.
Un día, Angélica le dijo que se iría a trabajar a otro lado, pues en el pueblo ya no le alcanzaba lo que ganaba de mesera.
—¿Y yo? ¿Qué voy a hacer?
—No sé, ir también a buscar trabajo o volver con tu familia.
—Tú eres mi familia —contestó con la voz quebrada, sin ganas para discutir.
—Te aviso solamente, ya lo decidí, me voy al sureste; en los campos petroleros hay mucho dinero y pagan bien. Sólo estaré aquí hasta fin de mes.
—No me dejes Angélica, no podré estar sin ti —suplicó sin obtener respuesta, pues ella estaba ya afuera, regando las macetas.
Era mayo y los calores estaban insoportables. La lluvia se había retrasado por la intensiva tala de los árboles que venían haciendo las madereras. Los campos secos, se incendiaban a la menor provocación.
En La Bohemia, la rocola toca una canción pasada de moda:
De aquel sombrío misterio de tus ojos,
no queda ni un destello para mí,
y de tu amor de ayer sólo despojos
naufragan en el mar de mi vivir…
Los parroquianos saborean sus cervezas heladas mirando pasar por los ventanales las bandadas de zanates en busca de la sombra de los árboles escasos. En las calles, una familia de marranos se refresca en los charcos de lodo.
Sentado a una mesa, Eugenio saborea un tequila. Angélica se acerca llevándole otra copa y se acomoda en una silla junto a él.
—Mañana me voy, ya compré mi boleto.
—Voy contigo.
—No puedes, no podemos seguir, ya no quiero vivir contigo. ¡Entiende! —argumenta alzando la voz.
—¿Qué quieres que haga? ¿Qué propones?, sólo pido otra oportunidad. Buscaré trabajo.
—Ya es tarde —corta. Se levanta, habla brevemente con el dueño y sale.
Eugenio va tras ella, pero mientras paga el consumo se le pierde entre el caserío. Dando traspiés camina hasta la casa para esperarla.
Tendrá que llegar, tarde o temprano. Mientras, abre una botella de aguardiente que tiene de reserva, se sirve un vaso que apura de un trago.
Se sirve otra, dos, varias copas más. Oscurece y Angélica no llega. Fuma. Las volutas de humo forman el rostro motivo de la espera, para luego disolverse con las ráfagas del viento que entra por la ventana.
En la ropa que cuelga del ropero abierto, percibe su perfume, busca su olor en la cama en donde tiempo atrás han dirimido sus diferencias. La observa en el espejo que la refleja todas las mañanas cuando se peina.
Mira el par de maletas junto a la mesa y piensa que ahí está guardado lo vivido durante ese tiempo con ella y ahora se lo llevará dejándolo huérfano en aquella casa que construyó con el material de sus sueños y sus deseos. Piensa que no lo podrá soportar, nunca pensó que su relación podía acabar tan fácilmente como había empezado. No podía ya imaginar la vida sin esa mujer a su lado.
Por más que le da vueltas no sabe de qué manera convencerla de quedarse. No hay forma, es una mujer obstinada. Ningún argumento la hará retroceder de su decisión, pero dicen que los hechos hablan más que mil palabras…, reflexiona.
Es tarde. La prolongada ausencia le resulta insoportable. Se levanta y empieza a pasear por la habitación a grandes zancadas. Toma un trago más de la botella tratando de calmarse. Sin soltarla, saca un nuevo cigarro y lo coloca en sus labios, agarra la caja de cerillos, pone la botella bajo el brazo para tener libres ambas manos y encenderlo. El exceso de alcohol le hace tambalearse, pero aún así logra que el fuego surja al frotar el fósforo, acerca la flama al tabaco, aspira. Intenta sentarse sin ubicar con exactitud la silla que está tras él y cae hacia atrás sin remedio, golpeándose con el filo de la madera.
Obnubilado por el aguardiente, Eugenio intenta reaccionar al momento en que está cayendo: suelta la botella y el cerillo tratando de asirse de algún lado, pero no lo logra. Sólo observa cómo el líquido volátil se derrama y se expande sobre su ropa, que al contacto con la llama del fósforo se enciende de un flamazo. Una oleada de calor lo envuelve en un instante.
En esa fracción de segundo, que resulta una eternidad, Eugenio se percibe en la boca del incendio, justo a la entrada del infierno. Algo en su interior le impulsa a correr el riesgo de cruzarlo, porque al final, del otro lado, lo esperará su Angélica, con los brazos abiertos como dos lenguas de fuego, para prodigarle su amor, su calorcito, para siempre.
Amelia Domínguez

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