Carta de un personaje resentido
Wall Street, Nueva York a…
A quien pueda entenderlo (en este u otro mundo):
Me resisto. Me resisto a ceder. Me resisto a ceder ante la pluma de ese hombre que hurga en la niebla con su punta afilada, queriendo precisarme con unas cuantas grafías entre las paredes de una oficina. No, no quiero parecerme a él, no quiero que me añada algún detalle encubierto que le haga creer que soy su creación. No quiero ni su sonrisa ladina, ni su palidez cenicienta, ni siquiera su gusto por los abrigos largos y los sombreros de hongo. No me convertiré en un maldito personaje de novela, eterno a sí mismo. No quiero alcanzar la inmortalidad por la mano de un Padre, si con eso me convertiré en otro Sísifo que llevará rodando su piedra a la cumbre de una montaña con la esperanza de encontrar un abismo que por fin los aniquile a ambos, pero que, en vez de eso, se encuentre con otro lector ávido que lo haga rodar de nuevo su piedra cuesta arriba, ignorando su amargura entre montones de ediciones, traducciones y reseñas. Nadie, excepto nosotros, se imagina el horror que puede llegar a ser deambular como infinitos péndulos, yendo de un lado a otro en medio de una espiral grisácea.
Y es que todo esto se ha justificado con la creencia de que lo leído ocurre únicamente en algún lugar de la mente del lector, gracias a su “imaginación”. ¡Nada más falso! También nosotros tenemos nuestro propio mundo, menos material, es cierto, con consistencias menos sólidas, colores más pálidos y leyes incomprensibles, pero tan real como el suyo. Si nosotros llegamos a ser sus personajes, se debió a un error de cálculo. Del sueño llegaron a franquear nuestras fronteras transparentes y nos dimos cuenta cuando ya era demasiado tarde, cuando ya el deseo de soñar se había propagado como un virus entre sus simples cerebros, acostumbrados hasta entonces a considerar sólo lo que sus sentidos le daban. Desde entonces, no han dejado de publicar nuestros secretos en aparatosos volúmenes, a la luz de vitrinas, premios y reseñas, como si todo eso no fuera más que un plagio encubierto.
Un día, los personajes escribiremos la historia de las personas, y no ellas las nuestras. Así lo intuyeron algunos escritores, al final de sus días, cuando sus creaciones los superaron y se convirtieron en sus títeres, resguardados bajo su nombre. Así lo resumió Flaubert cuando dijo que Madame Bovary era él, al saber que no sólo había engullido el arsénico, sino también a él mismo.
Algunos libros corren con suerte y llegan a ser olvidados en algún cajón sin llave, o una repisa repleta. Allí, entre la humedad de las paredes, el repiqueteo a deshora de alguna campana y la aprehensión de las polillas, por fin podemos volver a ser nosotros mismos. Nadie sabe lo que ocurre dentro de un libro cuando está cerrado, nadie sabe si el doctor Thomas se cansó de limpiar ventanas y concluyó que lo verdaderamente insoportable no era la levedad del ser, sino el matrimonio, y entonces huyó a tiempo; o si Ana, la aristócrata adúltera, a un paso de la vía del tren se arrepintió de suicidarse y corrió hacia la muchedumbre de la estación para refugiarse, o quizá nunca hubo tren, y su historia inenarrable se oculta tras las anclas que tienen las letras, y que se activan cuando las hojas se pasan y la vista comienza a galopar por encima de las palabras, trayendo de vuelta a esa mujer para que, en el justo momento en que el lector lo lea, se arroje a la vía y su cabeza quede deshecha, para desgracia de un tal Vronsky.
Tendría, por una vez en mi vida, que ser un verdadero escribiente, tendría que sentarme frente a la máquina para aprender el difícil arte de la escritura. Un día narraría al autor de mi historia e impediría que siguiera diseminando una falsa imagen mía, impregnada de aburrimiento e indiferencia grisácea. ¿Quién se atrevería vivir en una oficina, como él me acusa? Pero entonces, sí que me parecería a él y, al menos por ahora, preferiría no hacerlo…
Bartleby.
Sara Paola Mateos
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