Die Müller
La casa de los Müller, cuya dirección llevábamos apuntada, estaba en la letra “D” del Weideweg. En el segundo piso de un edificio que tendría unos veinte años de antigüedad. El señor Müller, mediante señas, me enseñó los árboles que escoltaban los diez metros de la entrada al edificio:
—Weg, camino y Weide.
Señaló los sauces llorones. Weideweg, “camino de sauces”, ése era el significado del nombre de la calle peatonal.
Los señores Müller habían sido profesores en el Colegio Humboldt de Puebla cuando mi esposo cursaba sexto año de primaria, en la década de los setenta, ¡hace cuarenta años!
Mientras la pareja disfrutaba del clima mexicano y de la oportunidad de hacer rendir en pesos su salario en marcos, las autoridades germanas, repentinamente, los llamaron de vuelta. El país necesitaba a todos sus profesores en el territorio nacional.
Mi suegra aprovechó el regreso del matrimonio para mandar a Carlos, mi esposo, a “perfeccionar” el idioma. Los dos hijos del matrimonio, los jóvenes Müller, se negaron a repatriarse. Estaban felices en Puebla. Manifestaron su rechazo mediante decisiones drásticas: Sabine, de quince años, se embarazó y se casó, y Joseph, de diecisiete, abandonó el colegio y se dedicó a vender libros.
Carlos, mi esposo, por entonces de trece años, se fue a Hannover, guiado por una cabizbaja señora Müller. Ella nunca pudo superar el rompimiento familiar. Dejar a sus hijos en Puebla se sumó a la lista de desgracias que ella achacaba a “esos terr-rr-ibles alemanes”: despedir a la auxiliar doméstica, tan buena, tan eficiente; perder la posibilidad de un eterno verano; “en México no existe el invierno”; abandonar la recién adquirida burguesía. En fin, a los Müller les resultó algo espantoso volver a ser ciudadanos de tercera.
En cambio, para el Carlos adolescente todo constituía una novedad: las calles limpias y bien trazadas, el orden, las kartoffelchips, la disciplina, las gomitas “Gummy bears” y la posibilidad de practicar un idioma que hasta entonces le había parecido muy difícil. Carlos no vivió en Weideweg, sino en la Zentralstraße, a dos calles del colegio público.
Yo ya conocía a los Müller. Por primera vez, apenas de pasada, cuando me los presentaron el día de mi boda. Me dieron de regalo unos platos de porcelana que mostraban las cuatro estaciones. Los colgué en la pared del desayunador; el día que Rodrigo, mi hijo, enojado e intempestivo, dio un portazo, la primavera y el verano se hicieron trizas. Ésa fue una metáfora profética para los Müller —y para mí— que no supe advertir.
Además del día de mi boda los volví a ver tres veces más, siempre en Puebla, cuando venían a visitar a sus nietos, a los amigos del Club Alemán y a los maestros del Colegio Humboldt, antiguos compañeros de trabajo. Los tres encuentros fueron breves, apenas una comida o una cena, en casa de mi suegra, quien cumplía así con el compromiso contraído.
Carlos vivió un año en casa de los Müller, en uno de los trece distritos de Hannover, Döhren-Wülfel. Döhren, me resultó poco más que un pueblo. Un pueblo que provocaba en Carlos una nostalgia enorme.
Recordé cómo acordamos el viaje, Carlos y yo:
—Vamos a Madrid a ver a tu familia, pero primero quiero pasar una semana en Hannover, con los Müller. Para despedirme de ellos. Ya están muy viejitos. Después regresamos a Madrid un mes completo y celebramos allí tú cumpleaños. En “El Barril” o nos vamos a Arévalo a comer cochinillo, o donde tú quieras.
Viajamos desde México a Madrid, volamos a Múnich y ahí rentamos un coche e hicimos diez horas para un trayecto que, en circunstancias normales, no nos hubiera tomado más de cinco.
Nuestro viaje coincidió con el lunes de regreso a clases, después de las vacaciones. Llegamos a la letra D del Weideweg a las diez de la noche. Nos esperaban a las cinco.
Habíamos decidido, con anterioridad, reservar un hotel en el centro de Hannover y no en Döhren. El hotel que nos habían recomendado los Müller era una pensión manejada por una familia china. La idea nos alarmó. No queríamos ni quedarnos en un hotel de pueblo, ni renunciar a nuestra independencia.
Propuse pasar al hotel a dejar las maletas. Carlos se opuso:
—No, es tardísimo. Llevan cinco horas esperándonos.
Sin transición llamó a nuestros anfitriones:
—¿Gunti?, ya vamos para allá.
Los Müller estaban en el balcón.
Subimos los dos pisos y nos abrazaron con grandes aspavientos. Entramos.
La señora Müller, Gunti, tiene ochenta años, muy mal llevados: el pelo gris, y la cara arrugadísima. Está muy jorobada; se mueve con la ayuda de unos bastones muy largos, casi de su estatura, que le llegan más allá del codo; bastones que olvida dondequiera y que sustituye por todos los muebles de su departamento. Avanza por centímetros: de la mesa a la silla, de la silla a la puerta, de la puerta al fregadero, del fregadero a la estufa y otra vez de regreso.
La casa resulta diminuta. Tan llena de muebles que el único modo de recorrerla es imitar a Gunti. Pareciera que el mobiliario tiene como utilidad principal servir de soporte para la señora Müller: un barandal mutante que se convierte en silla, mesa, sillón, televisión, fregadero.
El señor Müller tiene ochenta y siete años, está parcialmente calvo, el pelo que le queda es de color castaño; ni una sola cana. A diferencia de su mujer, es alto y camina muy erguido. Aparenta ser no diez años más viejo, sino veinte años más joven.
Todos los años que él se ha comido, ella los muestra con creces. Ambos, a pesar de vivir en Puebla seis años, hablan muy mal en español y como Carlos estudió y vivió en su
casa, dan por sentado que entiende el idioma. En nuestra presencia hablan en alemán, “para que Carlos practique”, lenguaje incomprensible para mí. A veces, como cortesía, me hablan en un español, que me resulta casi tan incomprensible como el alemán.
Ambos recurren a una especie de estribillo bilingüe, expresiones de refuerzo: “Fantastisch”, “ni modo”, “horr-rr-rrible”, “Gut”, “muuuy bueno”, “pero sí”.
En cuanto llegamos preguntaron por los conocidos comunes, la mayoría ya estaban muertos. Me dieron lástima.
Tuve la intención de mentirles, de inventar una Puebla a su medida, feliz y eterna, pero Carlos les respondió con una exactitud rigurosa:
—¿Y tu tío Homero? ¿Muerto?, ¿y de qué? Ni modo. Y su hija, Alicia. ¿También muerta?, ¿tan joven? Horr-rr-rrible. Pero sí.
Por fin nos sentamos a cenar.
La mesa de los Müller estaba lista desde las cinco: carnes frías, quesos, pan negro, pastel de merengue, petite suisses. Un banquete que habría resultado delicioso cuando lo dispusieron; sin embargo, cuando llegamos, todo estaba, como los Müller, desgastado por la espera: el pan duro, las carnes no sólo frías, también opacas; los postres secos. Para beber nos ofrecieron una única cerveza que compartieron Gunti y Carlos, a mí nadie me invitó.
El señor Müller, Vati, ex combatiente de la Segunda Guerra, tenía unas esquirlas alojadas en la cabeza y no podía beber alcohol. Vati me ofreció un jugo de uva rebajado con agua, preferí el agua sola.
Cuando vi la mesa —flores, una vela encendida, los alimentos— no aprecié el trabajo que había implicado para los dos viejos. Sólo me di cuenta cuando los Müller necesitaron la sal. Gunti caminó dos metros usando cinco apoyos y regresó a la mesa con las manos vacías.
—No la encuentro. Pero sí. Ni modo.
La cocina estaba justo detrás de mí, si me giraba y caminaba dos pasos, ya había llegado. Encontré el salero, lo puse en la mesa y volvimos a sentarnos.
—¿Tomates?
Repetí la operación y busqué los jitomates en la diminuta cocina, los encontré en una cesta para huevo cubierta con un paño.
—¿Butter?
Registré en el refrigerador, ya con confianza.
Me paré unas veinte veces. Lo hacía con mucho gusto. Me sentía avergonzada de imponer tanto trabajo con nuestra visita a dos ancianitos hospitalarios.
Mientras tanto creció la lista de ingredientes: sal, jitomates, mantequilla, cuchillo, cuchara, otro cuchillo para cortar el pastel, servilletas, un agua mineral, azúcar, miel, más pan negro.
Serví la mesa, recogí los platos sucios, los coloqué en el lavavajillas. En la sobremesa, la señora Müller pidió al señor Müller que sirviera Schnaps, no sabía de qué se trataba, así que dejé que se ocupara el señor Müller: trajo una botella con una especie de licor y dos vasos pequeños y largos, tequileros. Gunti y Carlos bebieron. A Vati y a mí, nos correspondió un brebaje amarillo, de yema de huevo, sin alcohol, que me recordó al rompope.
—¿Rrrrompope? Ja, parecido. Sin alcohol. Gut. Rrrrecuerdo el rrrompope.
Mojé mis labios y los limpié con la servilleta. Miré disimuladamente el reloj, once y media. Me urgía irme al hotel, darme un baño, descansar. Había sido un largo viaje. Le eché a Carlos una mirada significativa y me puse en pie y comencé a despedirme.
—Bueno, tenemos que ir al hotel a registrarnos.
—¿Al de Hannover? No, nein. Cancelamos su reservación. Esta noche los esperan en casa de la familia Wang. Está más cerca. Pueden ir y volver andando. Está a dos calles. Caminar. Fantastisch.
Miré a Carlos con alarma mientras él sólo se encogió de hombros. Nos despedimos y llegamos a la pensión Wang.
Una mujer, con toda probabilidad la señora Wang, estaba dormida sobre el mostrador. Se despertó a medias. Creo que ella hablaba algo de alemán, pero nos comunicamos por señas. Nos extendió una llave y mostró con la mano la dirección que debíamos tomar. Todo el lugar olía a vinagre. Y estaba más sucio de lo que había imaginado. Suspirando, arrastré mi maleta y Carlos se compadeció de mí. Me la cargó mientras me consolaba:
—Sólo hoy. Mañana recuperamos la reservación y nos vamos a Hannover.
Asentí, cansada y sin ganas. Entramos en la habitación y me negué a verla. Cerré los ojos, la mente y la boca. No saqué mi ropa, nada más el piyama. Renuncié al baño nocturno y me metí en unas sábanas babosas, con residuos de suavizante. Carlos me hizo una caricia y murmuró:
—Te debo una.
—Me debes más de una, dije, y me quedé dormida.
Al día siguiente nos despertó el teléfono de la pensión Wang.
La noche anterior, Gunti había expresado que, por la mañana, temprano, le dolía todo el cuerpo y no se podía levantar. Ése era el resultado de tres cirugías: las dos rodillas y un lado de la cadera. Gunti contó que, hace dos meses, se había caído y lastimado la espalda:
—Sin meter las manos, así: ¡PAF! Como un árbol. Horr-rr-rrible. Desde entonces me duele la espalda. Ni modo. Pero sí, mañana nos vemos a las diez.
El teléfono sonó antes de las ocho.
Carlos contestó y nada más lo escuché repetir Gut varias veces.
—Que el señor Müller nos espera a desayunar.
—Carlos, hay que encontrar otro lugar. Paga y vámonos a un hotel.
—Desayunamos y pasamos al hotel. Ya nos esperan.
Metimos la maleta en el coche.
Cuando llegamos Gunti dormía y Vati estaba en la cocina, pretendía cocinarnos.
La noche anterior, yo ya había aprendido la lección: freí los huevos, el tocino, tosté el pan y puse la mesa. Eso sí, sin flores ni velas.
Desayunamos y empezó a llover. Vi que el señor Müller hacía movimientos que pretendían ser rápidos en dirección al balcón. ¡La ropa estaba tendida! Corrí hacia la minúscula terraza, la recogí como pude y la doblé y el señor Müller me indicó dónde estaba la plancha. Creí que era un malentendido. Llamé a Carlos y le pregunté:
—¿Tengo que plancharla?
¡Yo que no plancho ni en mi casa! Ni modo. Pero sí. La planché, la guardé. Me quedó Fantastisch. Regresé a la sala e intenté incorporarme a la sobremesa matinal a la que se había unido la señora Müller.
Carlos me introdujo al tema:
—Aquí nunca hace calor. Cuando llegué a estudiar en pleno julio, también llovía. Recuerdo que Gunti quiso disculparse por el frío.
La señora Müller completó la frase, sonriendo:
—Y tú me dijiste que estabas harto del buen clima mexicano.
En Alemania no hay verano. Llueve de mayo a julio. Ése es el buen tiempo. Una lluvia persistente e incisiva que no permite realizar ninguna actividad externa sin un paraguas y un impermeable. El verano es la temporada luminosa. La protagonista es la luz, no el calor.
La señora Müller manifestó su odio hacia el invierno en Alemania. No tanto por el frío puesto que se tapa bien y tiene calefacción, sino por la oscuridad, que empieza a las dos de la tarde y no desaparece hasta las diez de la mañana. ¡Apenas cuatro horas de luz!
—Noviembre y diciembre los paso más o menos bien. Vísperas de Navidad. Weihnachten. En enero celebramos nuestro aniversario de bodas. También me gusta. El resto de enero, febrero, marzo y abril son espantosos.
—¿Abril también? —intervine.
—Es un mes que, como dicen ustedes, los mexicanos, ni fú ni fá.
Y entonces los tres regresaron al alemán. Recogí la mesa, enjuagué los platos y los acomodé en el lavavajillas. Ya sabía dónde se guardaba el detergente para trastes.
Para la hora de la comida Gunti había reservado en un parador, a unos veinte minutos en coche que se llamaba “Panoramicweg”, camino panorámico, hice la traducción sin ayuda. Mi alemán avanzaba.
Gunti se veía muy feliz, tanto que soltó, en mi honor, un largo párrafo en español:
—No saben cómo nos gusta venir aquí. Ingrid, mi vecina, me regaló, por mi cumpleaños, un viaje en coche, de ida y vuelta a donde yo quiera. Un Strecke. Elegí venir aquí. Desde que Vati no maneja —conduce, fahren— no salimos a ninguna parte. Estamos encerr-rrados. Horr-rrible. Pero ahora con ustedes aquí. Fantastisch. Hay que disfrutar este momento. Cada minuto que los tengamos aquí. Tengan en cuenta que puede ser la última vez que nos veamos.
Advertí que tanto Gunti como Carlos, tenía los ojos llorosos.
Nos recibió un camarero rubio y sonriente. Los Müller pidieron una carne fría, les sirvieron una rebanada gruesa y grasosa, idéntica al queso de puerco. Carlos eligió una salchicha, Würstchen, de la que brotaban hilitos de grasa. Yo seleccioné la única carne que no era de cerdo: “Entrecôte Café de París”. Nada que ver con Alemania, mucho menos con los Müller. Estaba saturada. Suspiré pensando en las cinco noches restantes. Por lo menos no serían en la pensión Wang.
Después de comer Gunti quiso recorrer el “Camino panorámico”. Andamos a través del bosque. Vati me mostró Hamelin, “Brüder Grimm”. Miré el paisaje y reconocí las palabras: Hamelin, Grimm —los famosos hermanos. Algo me llevó al flautista.
De ahí volvimos a la letra D del Weideweg. Estaba cabeceando cuando el teléfono volvió a despertarme. Gunti atendió y dijo:
—¿Abandonaron el hotel Wang? Nein.
Gunti se veía alarmada. Carlos inició una explicación. Dijo que iríamos a Hannover, que necesitaba el internet, estar en contacto con su trabajo.
—Tendrán que acomodarse aquí mismo. Ni modo. Pero sí. ¿Les dije que en Hannover hay feria? Handelmesse. Lleno, voll. Ciento por ciento. No van a recibirlos ni en la pensión Wang. Nein. Ni modo.
El minúsculo baño en el que guardé la ropa ahora nos pertenecía. Como también era nuestro el sillón de la sala. Casi eché de menos a los Wang.
—Antes de dormir pueden abrir la cama. Gut. Es bueno que se queden aquí. Estaremos más tiempo juntos. ¿Saben? Pueda ser la última vez que nos veamos. Ja.
Por su parte, Vati vuelve a servir Schnaps para Gunti y para Carlos; yo acepto el jugo de uva, se desliza por mi garganta, pero no se lleva el mal sabor de boca.
—Vamos a ver el Campeonato Europeo. Es muy interesante y llevamos ya siete medallas. Fantastisch. Gut.
Me siento frente a la televisión y no sé cómo se completan las horas. Las tres, las cuatro, las cinco, las seis.
Dispongo la cena: carnes frías, pan negro, mantequilla y petite suisses.
Sal, tomates, mantequilla, cuchillo, cuchara, otro cuchillo para cortar el pastel, servilletas, un agua mineral, azúcar, miel, más pan negro. Una noche, un día. Otra noche, otro día.
Hago, mentalmente cuentas.
La deuda de Carlos aumenta y mis noches en el sofá cama disminuyen. Los desayunos y la cena corren por mi cuenta; afortunadamente, salimos a comer fuera. Al llegar a los diferentes restaurantes, damos la apariencia de una familia. Bueno, en realidad Carlos y los Müller tienen la apariencia de una familia. Yo soy algo así como el remplazo de la asistente que habían dejado en Puebla. Carlos y los Müller ordenan el mismo queso de puerco en rebanada gruesa, yo sigo aferrada al entrecôte.
Mi actividad doméstica aumenta; ahora ya también me encargo de la lavadora y de la aspiradora. Salimos a comer, vemos la tele, cenamos. Sin embargo, la víspera de nuestra partida Gunti no puede levantarse de la cama.
—Es bueno que estén aquí. Gut. Creo que ya no podré levantarme. Horr-rr-rrible. Ni modo. Quizá lo mejor es que se vayan, nos despidamos y no me recuerden inválida. Pero sí.
Las lágrimas estaban por asomarse en sus ojos y en los míos. Los motivos eran muy distintos.
Carlos llamó a Lufthansa y canceló el vuelo a Madrid. Yo no opuse resistencia. Mi esposo intentó consolarme:
—Serán unas vacaciones distintas. Nos estamos ahorrando el hotel. Tus primos son jóvenes. Quizá nunca vuelva a ver a los Müller. Te debo dos. Y piensa en el calor insoportable que está haciendo en Madrid.
Para entonces dejé de contar las noches y la deuda de Carlos.
Gunti volvió a caminar esa misma tarde, pero nadie volvió a mencionar nuestra partida.
Estoy atrapada en la letra D del Weideweg. Creo que Carlos ha vuelto a hablar en alemán. No estoy segura. Lo único cierto es que nadie habla español. Ni modo. A cada frase que Carlos emite Gunti expresa:
—Fantastisch. Gut.
Y algo más que ya no comprendo.
Afuera llueve.
Mi rutina incluye la cena y el desayuno, el lavavajillas, la lavadora, la ropa, el planchado y la aspiradora. Ahora también domino el sofá-cama: antes de extenderlo debo apartar las tres mesas, enrollar la alfombra, acomodar todo en el lugar específico para que Gunti pueda desplazarse. El paisaje ha cambiado desde que llegamos. Ya empieza a hacer frío, anochece pronto y hemos perdido horas de luz.
Hoy conocí a Ingrid.
Fui excesivamente amable con ella.
Quiero ser su amiga. Para mi cumpleaños voy a pedirle un viaje en coche al aeropuerto.
Fantastisch. Gut.
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