
Los guías
Dice Szymborska que un hombre
no debe morirse
sin avisar al gato.
Nos previene del desconcierto del felino,
de sus paseos ansiosos por la casa,
su prolongada espera junto al tazón,
su ego lastimado.
Pero según los antiguos,
los gatos eran guardas
de las puertas del otro mundo,
con sus ojos vigilantes
a medias entre esta vida y la otra,
guías en el camino de tinieblas.
Los gatos se despiden con un silencio más hondo
si saben que uno va a morir;
debemos ser ante sus ojos
la sombra que proyecta
la luz de una lámpara apagada.
Entienden que no volverás.
Adivinan el camino
que nuestros ojos recién difuntos
no alcanzan a ver
en la más larga de nuestras noches.
* * *
La vieja gata sólo daba a luz crías muertas.
Debíamos llevarnos los pequeños cadáveres
mientras dormía.
La última vez
caminaba en derredor,
se lamentaba, hundía la nariz
debajo de las vendas que eran su cama
y nos miraba.
Pensé que había extraviado el camino
en sus ojos ya ciegos.
Quizá cuando los gatos se hacen viejos
uno debe ser su guardavía,
llevarlos en sueños hacia la puerta,
señalar el otro lado
y esperar que en nuestra hora ellos
nos regresen el favor.
Páginas de otro libro
(Charles Wright)
Cada uno hablará de su gente.
Anotará el nombre de su pueblo, y sobre él
el recuerdo de todos sus muertos: un nombre, otro y otro nombre,
hasta que la mancha de tinta adquiera otra vez significado.
Como he olvidado el mío, escribiré el tuyo: Apalaquia.
Que significa nido de murciélagos.
Que significa tumba cerca de los rieles.
Que significa “recoge en mi cráneo agua de lluvia
y haz una flauta con mi tibia”.
En cada página del libro el filo de otros ojos
atravesará desde los míos las tinieblas.
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Sólo los muertos pueden renacer, y aún así
no del todo.
En el paisaje secreto detrás del paisaje que vemos aquí
el cielo de la noche es un ideograma,
y Dios
la hoja de un árbol apresada entre las páginas de un libro.
Si sólo nos es dado ver nuestra imagen en los espejos
todo paisaje es una autobiografía,
una pregunta hecha de máscaras,
palanca de trascendencia,
recuerdos de vidas del color de las hojas muertas, de días como insectos muertos,
recuerdos insolubles en la sangre.
Estoy en medio de la hora ciega en que nada resucita.
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Un yanqui sentado en flor de loto contempla las montañas.
Espera el momento en que los ángeles bajen hasta el porche.
Mitad monje budista,
dialoga con los fantasmas de Wang Wei, Li Po, Tu Fu,
mientras zurce el paisaje con hilos de sentido.
Espera encontrar el camino del Zen
en la silueta de la cordillera que se recorta contra el cielo,
y sólo localiza en la distancia las fogatas de campistas
que aún habrán de recorrer a pie cuatro mil kilómetros
para llegar al otro lado de sí mismos.
El stupor mundi nos llena este silencio.
Pese a la contemplación, no logra encontrar indicios
de los siglos que las montañas llevan elevando
esa forma terrestre de santidad que las separa del paisaje
y en sus picos se congela.
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Las estructuras se alzan en la mente para caer enseguida,
enormes piedras balanceándose sobre pequeñas piedras.
¿Dónde reposar la cabeza?
No hay lugar en las nubes,
no hay lugar en las oscuras bancas bajo los árboles del invierno.
El mundo está en tensión desde todos sus ángulos:
hilos delgados, lacerantes, sujetan las cosas unas a otras, previniendo la fuga.
Amo la forma en que las colinas se vuelven púrpuras y naranja el cielo,
la forma en que aparecen las estrellas como semillas fosforescentes.
El anochecer cae despacio sobre el paisaje
como un telón que desciende desde las alturas gracias a un complejo,
bien aceitado, sistema de poleas.
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Atravesamos la Sierra Madre Occidental por carretera.
10 kilómetros de curvas, murallas gigantescas alzándose a un lado del camino.
Tragábamos saliva a cada rato para que no se nos taparan los oídos.
El mar prehistórico de Tetis dejó en las montañas un fósil de sus olas.
Las tribus emprenden su éxodo con Moisés al volante.
En la gasolinera, unos pájaros batallaban contra el cielo:
golpes de viento —bocanadas o zarpazos— los hacían retroceder o los arrojaban a tierra.
Nunca hasta entonces había visto que las aves volaran con tal empeño de oscuridad.
¿Salen a robar los huevos de otros nidos? ¿Se alimentan de los insectos
atraídos por las luces de la estación?
¿O buscan atravesar el fantasma del mar antiguo, y el eco invisible de su tormenta?
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¿Quién puede distinguir la oscuridad en lo oscuro, la luz que hay dentro de la luz?
Esa zona de gracia que se encuentra en algún sitio más allá
del borde del lenguaje, ahí donde el vuelo de las aves se alimenta
de lo visible y lo invisible.
Lo que vemos eleva el cociente impar de lo que no vemos:
la escritura es nuestra ecuación contra la muerte.
Pero hay algo mal cada vez en el resultado:
borramos sólo para corregir nuestras palabras.
Todo nombre
es un sobrescrito.
El nombre verdadero de las cosas. Sólo denme el nombre
con que las cosas se nombran entre ellas cuando no las escuchamos.
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Mi patio de atrás también tiene montañas.
Y leyendas de avistamientos, de luces que sobrevuelan sus picos,
de una pista de aterrizaje tan antigua que su diseño se confunde
con el de los cauces por los que baja el agua durante las tormentas.
Hace diecinueve años las vi arder: incendios que manaban de la noche
y dibujaban el cuerpo de un gigante.
Hectáreas de bosques consumidas por el fuego,
y era como ver el desorden de una constelación caída en tierra.
Hoy que se mezclan en mi silencio dos recuerdos,
cierro los ojos y veo ángeles en llamas, relámpagos que suben al cielo
desde el centro de aquella oscuridad que tanto ardía.
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