Leí Todos los hermosos caballos allá cuando tenía unos veintiún años. Se trata, a grandes e irresponsables rasgos, de una novela de carretera con desviación a brechas y acampadas en campo abierto. Es también una novela de iniciación: dos jóvenes, John Grady Cole y Lacey Rawlins, se adentran en el wild side ni gringo ni mexicano que es el territorio fronterizo coahuilense, y en él viven amor, violencia y muerte.

El libro me arrebató. Me dio dos vueltas en el aire. Me bateó de jonrón, me sacó del campo. Me hizo mirar el paisaje doméstico, el del desierto de Coahuila, de otra forma. Por primera vez pude concebir aquello que me rodeaba de manera literaria.

Poco después leí Albedrío, de Daniel Sada, que puntualizó la lección: lo que miras todos los días puede ser tu material. Esta novela —Daniel una vez me dijo que es la más personal de las que escribió— cuenta la historia de Chuyito, niño habitante de Castaños, que se fuga con los gitanos que llegaron al pueblo a montar su show: proyectar con ínfimos recursos una película incompleta. Historia, asimismo, de iniciación y carretera. Historia de amor y límites también.

Puedo resumir así la enseñanza que se filtró en mi cabeza de escritor principiante, de poeta joven, a partir de estas lecturas fundacionales: No salgas a buscar tu tema. Lo que hay hacer es entrar, mirar lo que te rodea aquí cerca, y asumirlo.

Años después, cuando fue tiempo, emprendí ese camino hacia uno mismo que es regresar al home que, resignificado por la carrera, ya no es sólo un punto de partida, sino además pista de despegue, Batería de Poder Central en Oa.

De la lectura de McCarthy conservo un recuerdo que me gusta contar. En la novela hay un pasaje donde uno de los muchachos llega a Monclova. La escena inicia cuando éste sale de la farmacia que está en contra esquina de la plaza del centro de la ciudad. Cruza la calle, atraviesa la plaza y se sienta en una banca enfrente de la iglesia. Mira las dos torres de los campanarios que flanquean la puerta de la entrada y escucha el sonido de la llamada a misa. Se echa a andar de nuevo y encuentra un periódico al que el viento empuja por la calle. Lo levanta, lo lee. Echa a andar de nuevo y llega a la avenida principal que más adelante se convierte en la carretera que conecta, 190 kilómetros al sur, con Saltillo.

Leer eso me voló la cabeza. Aquello estaba ocurriendo justo en ese momento —ah, el tiempo sin tiempo del lector—, en mi propia ciudad, aquí adelantito. Salí de mi casa en el límite entre Monclova y Ciudad Frontera, caminé hasta el bulevar, me subí al camión, minutos más tarde me bajé en el centro de la ciudad a la que muchos siguen llamando la Capital del Acero y rehíce el trazo marcado en la novela. Me habrá tomado, quizá, un par de horas entre salir y regresar a la casa. Estaba feliz. Era una dicha secreta que Cormac McCarthy tendría que haberse paseado por esas mismas calles, que seguramente unas décadas atrás había respirado ese mismo aire, y que la ciudad que me había visto nacer y crecer le hubiera parecido buen lugar para localizar un par de acciones de su novela.

Eso sí, noté ciertas discrepancias, y cotejé la información con el terreno: la iglesia nada más tiene una torre. Todo lo demás cuadraba: la calle por la que caminaba largo el personaje era la De La Fuente, que entronca con el bulevar Pape, y que a su vez, en terreno federal se convierte en la carretera 57.

Mientras pensaba en cómo escribir esto, me preguntaba si tendría que citar el pasaje exacto; cuál parte transcribir, cuál parafrasear. Le di un par de vueltas rápidas a mi ejemplar. La primera vez que leí la novela lo hice de prestado, así que no pude subrayar nada. Yo soy de esos lectores a la antigua que regresan los libros prestados. O lo era en ese entonces. Mi ejemplar, que compré muchos años después, casi no está subrayado. Durante un tiempo renuncié a hacerlo con los libros que sentía que debían acompañarme toda la vida, pensando que subrayar un libro entero no tiene sentido. Así que nunca he sabido dónde están con exactitud esas páginas. Me puse a buscarlas.

Pero suspendí la búsqueda. Tuve miedo de que mi memoria estuviera equivocada, y que el pasaje ocurriera de otro modo, que fuera menos impactante de lo que lo recordaba o que de plano me lo hubiera inventado.

Entonces, ¿qué fue lo que pasó hace casi veinte años? ¿Es verdad que salí disparado de mi casa a repetir el itinerario del personaje, que según recuerdo es John Grady Cole?, ¿por qué lo recuerdo de manera tan vívida?

Siempre dije que quería tomarme una foto saliendo de la farmacia. Botas, sombrero, filtro blanco y negro, el show completo.

Un día, caminando por el centro, a medida que me acercaba al lugar iba aflorando de nuevo el deseo de sacarme la fotografía, vi que ya no sería posible.

Era tarde. Habían tumbado la farmacia. 

Pasó hace como cinco o seis años. Es un hecho extraño: ningún otro edificio en el centro de Monclova ha tenido el mismo destino. Ahora sólo queda un rectángulo plano entre los locales y las casas, un poco de escombros, algo del mosaico del piso.

No recuerdo del nombre del establecimiento. Ni se me ocurre averiguarlo.

En mi cabeza tiene un nombre que me dice más que San Pablo, Guadalajara, Del Ahorro, o tantas otras franquicias que hoy prometen aliviar el dolor y la pena a precios accesibles en todas las ciudades del país. La Farmacia McCarthy era una descastada, negocio local, invisible para el resto del mundo; lugar donde a veces compré alguna revista o unas pastillas, y donde el tiempo pasaba sin prisa por los estrafalarios objetos que nada tenían que ver con su giro, pero que se mostraban en la vidriera sin estar a la venta: juguetes, recuerdos de viajes, adornos.

Cada vez que veo ese pedazo desolado de la urbanización monclovense donde nada se ha construido hasta la fecha (7 de febrero de 2018), el corazón se me encoge un poco. La realidad se dejó arrebatar el escenario de una ficción amada. Entrecruzamientos de esos no se dan muy seguido, y un trascabo viene y me lo arrebata. Quién me compra una naranja…

Cerré mi ejemplar y dejé en paz la búsqueda. Unos días después me puse a escribir sin paracaídas.

Que echen abajo un edificio es una cosa. Demoler tú mismo un recuerdo, otra muy distinta. Mejor así. Nada vuelve a crecer, nada puede levantarse, ahí donde la memoria falla o se derrumba.

Quédese con la realidad el que se aviente a cargarla hasta su casa. Yo opto por la bisutería de las nostalgias hechas a mano: esos leves suvenires de la memoria. Una planta de plástico, un paisaje oriental en una cajita de vidrio, una pelota de colores deslucidos. Todo cubierto por el polvo. Objetos relucientes tras el cristal de los recuerdos. Conservados en su frágil plenitud bajo la luz de la añoranza.

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Luis Jorge Boone

Luis Jorge Boone es un escritor, poeta y ensayista mexicano nacido en Monclova, Coahuila, en 1977. Es conocido por su habilidad para manejar diversos géneros literarios. Su obra explora temas...

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