Justo ahora tengo una perspectiva muy amplia de las cosas, de verdad. En serio: es cierto, como nunca antes lo fue. Siento que por primera vez hago esta afirmación sin algún grado de irresponsabilidad: lo digo desde la órbita de la estación espacial, mientras contemplo la Tierra en su plenitud. Aquí están, señoras y señores, ante nuestros atónitos ojos, todas, absolutamente todas las cosas del mundo. El planeta entero en un vistazo. Una esfera quebradiza sobre el fondo negro del abismo estelar. Los polos y los desiertos y los mares y los continentes aparecen entre las cortinas de nuestros parpadeos. O, al menos, una gran parte de todo eso. Algo así como la mitad, poco menos. De cualquier forma, es más de lo que nuestro estrecho entendimiento puede afrontar a diario sin sufrir daño.
Esta ventana se ha convertido en mi lugar preferido de toda la estación. Vendré aquí a diario, a mirar el planeta desde nuestra órbita estacionaria. Vendré a acompañar la solitaria rotación de la Tierra, a ver cómo la oscuridad la escupe y engulle alternadamente.
Hablemos de eso entonces, de lo que no vimos venir. La culpa no la tuvo un error en la estrategia, un cálculo mal hecho; lo que ocurrió fue que no había manera de que a alguien le pasara por la cabeza que así terminaría todo. ¿Se le puede exigir a una hormiga que esté preparada para el ataque de una manada de elefantes?
Aunque la verdad es que ninguno tiene forma de paquidermo, ni de ninguna otra especie animal. Si reconocemos en sus cabezas algo como un pulpo, o sus cuerpos nos recuerdan la armadura de un rinoceronte, se trata de un viejo truco de la mente humana; un recurso para no quedar embotados en el pasmo, para evitar congelarnos de miedo: pareidolia. Los vemos zoomorfos para no verlos monstruosos. Un engaño de la mente que nos sirve para contarnos la historia.
En la Península Ibérica sucede justo ahora una tormenta eléctrica. Cubre una extensión asombrosa de tierra firme y se interna en el mar, hacia las Baleares. No recuerdo cuál de los Antiguos puede hacer eso. Los relámpagos aparecen para extenderse por lo que calculo son cientos de kilómetros. Es decir, parecen relámpagos, pero permanecen mucho más tiempo vibrando en la atmósfera, son enormes, y no se quedan en el cielo, sino que se conducen por el suelo y arrasan con lo que encuentran a su paso. Rascacielos segados, bosques quemados, lagos vaporizados. La civilización y el planeta quedándose sin tripas. Todo sucede en silencio. No alcanzo a distinguir el estruendo, pero lo puedo imaginar. El vacío interestelar en el que flotamos nos ahorra los gritos de las multitudes aniquiladas y el estallido de las piedras al hacerse pedazos.
Hace apenas unas horas pasamos por encima de las líneas de Nazca. Fue bueno que sus descubridores las documentaran de forma tan exhaustiva. Fotos aéreas, bosquejos; eso nos queda para recordarlas. Cuando la primera estampida de dioses emergió del sur del Océano Pacífico, lo hizo precisamente frente a las Pampas de Jumana. Tocaron tierra en Punta San Fernando y se dispersaron, pero alcanzaron a borrar prácticamente todos los dibujos que los antiguos pobladores trazaron en el desierto. De las ochocientas figuras delineadas sobre el suelo árido ya no es posible distinguir ninguna completa. Patas enormes cruzaron costa y cordillera, extremidades inferiores parecidas a torres cayeron sobre montañas y valles causando la misma destrucción que una lluvia de meteoritos gigantes… luego volvían a elevarse, luego caían de nuevo.
La dimensión en la que dormían su sueño inquieto abrió otra entrada en el corazón del Polo Sur. A pesar de la obsesión de nuestra especie con los desastres planetarios, era obvio que el fin del mundo nos tomaría a todos por sorpresa; aquello fue la locura. Supongo que en algún lugar de la ínfima huella tecnológica que dejamos, en alguna computadora maltrecha y abandonada, en un disco duro enterrado debajo de los escombros, quedarán resguardados el relato de la extinción y las pruebas de aquello que la provocó –imágenes o videos de la primera y la segunda estampida, por ejemplo–, pero al mismo tiempo dudo que alguien haya tenido tiempo de preservar y asegurar la recuperación de tales documentos.
La prioridad en la que convergieron los gobiernos de todas las naciones fue la imperiosa necesidad de poner a salvo a las cúpulas, como se llamó a los grupos de hombres y mujeres prominentes.
Desde luego que no estábamos preparados para el terrible despertar de los que yacían eternamente. Por mucho que algunas mentes visionarias hubieran acariciado la posibilidad. No porque pensáramos que nunca volverían a la vida, que sus seres inmortales dormían y dormirían ya para siempre, hasta el cataclismo universal, y que éramos de hecho los herederos anónimos que bailaban alrededor de sus sepulcros estelares; sucedió, simplemente, que la humanidad nunca creyó en su existencia.
No es tiempo ya de lamentaciones. Pero con el mundo desmoronándose a mis pies, o sobre mi cabeza, o enfrente de mí –es uno de los inconvenientes de imitar el comportamiento de la basura espacial: carecer de la vertical–, experimento un malsano orgullo al despreciar sus mentes prejuiciadas, privadas de trascendencia. Ya no son tan altivos, ingenuos, soberbios, fanfarrones y confiados como para tachar de superchería las ciencias que no entienden, para desacreditar con un gesto despectivo sabidurías que esgrimen fórmulas secretas y poderosas; ya les resulta imposible burlarse de quienes descubrieron que en la oscuridad de los tiempos se ocultaban las formas que la fe y la sustancia y la vida habrían de adoptar en la eternidad.
Ese desierto quemado a mitad del conteniente americano solía ser Colombia. Las superpotencias decidieron que la fuerza bruta era la mejor opción. Se equivocaron. Y se dieron cuenta de ello un poco tarde, luego de iniciar una escalada sin precedentes en el armamento que dirigían contra los titanes, los dueños por derecho de todo lo que vive y muere.
Empezaron enviando tropas, tanques, aviones armados con misiles. A los tres días de una ofensiva cuyas constantes fueron el veloz repliegue y la dramática disminución de las fuerzas humanas, el gobierno de Estados Unidos emitió un comunicado cuyos mensajes principales podían resumirse así: primero, con firmeza, y pesadumbre además, anunciaban que recurrirían a su armamento nuclear, pues era imperioso detener el avance de las creaturas, y hacerlo en Centroamérica era una necesidad táctica; segundo, se recomendaba a los colombianos emigrar de forma permanente a Panamá, Costa Rica, Nicaragua o, si estaba dentro de sus posibilidades, a México, para alejarse del radio de destrucción del ataque. A esas alturas del conflicto, el sur del continente se consideraba territorio caído.
Los recién despiertos –era este un dato curioso, al principio desconcertante– parecían avanzar de manera errática. Algunos se detenían durante horas en medio de lugares deshabitados, o en la zona industrial de una gran urbe. Otros dedicaban sus horas a subir y bajar las elevaciones de las sierras, o se entretenían en desarmar a detalle una ciudad, del centro a los suburbios. Otros más describían círculos, erraban como si estuvieran explorando, reconociendo una geografía que había cambiado demasiado a lo largo de miles de millones de años. De pronto parecían sorprendidos de encontrar de nuevo el mar y daban la vuelta. Hundían sus cuerpos en las hondonadas y escarbaban como queriendo alcanzar algo allá abajo, perdido hace mucho tiempo. Miraban durante noches enteras el cielo, como si ni siquiera la inmutabilidad de las estrellas pudiera ofrecerles una orientación, un paisaje familiar.
Eran nómadas cuánticos. Buscaban su acomodo, su lugar.
Los eones no pasan en vano.
El 9 de octubre, hace poco más de tres semanas, por la mañana, se detectó una concentración de presencias titánicas en la región central de Colombia. Nyarlathotep desfiguraba Bogotá; Chaugnar Faugh hollaba las cumbres nevadas del departamento de Tolima; y una manada de Shogooths carcomían todo a su paso, dejando cicatrices de nada espesa y pestilente sobre Antioquia, Santander, Arauca y Meta.
El ataque se efectuó a las 1400. Medio centenar de Nagasakis ardieron en el corazón del continente americano, llenando todo de un humo que tardará siglos en disiparse. Incendios. Turbulencia. Hongos atómicos por todos lados. Cuarenta y ocho bombas de veintidós kilotones cada una desaparecieron de la faz de la Tierra a un país cuya única opción decretada fue el sacrificio.
Que resultó inútil, por cierto.
El rostro elefantino –pareidolia, pareidolia– y peludo de Chaugnar Faung. Nyarlathotep: el Caos Reptante, el de los Ojos del Infierno, con su innombrable masa amorfa y un tentáculo en lugar de rostro. Los Shogooths, sus cuerpos gelatinosos llenos de ojos que se extienden como lagos pútridos, para luego agruparse y formar gusanos que avanzan como una marea ácida.
Todos siguieron en lo suyo. Pero, al parecer, un poco más enojados.
Esa región de Centroamérica está a punto de desaparecer de mi campo de visión. Es duro verla ahora. Carbonizada, una planicie interminable, muerta. En ella encontró un nido inmejorable Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques, la de las mil crías. Desde aquí se ve como un cuadrúpedo echado, con vaginas a los costados y ahí donde debería estar la cabeza, por las que una progenie en constante renovación forma una suerte de charco vivo a su alrededor. Igual que los peces; solo que ella no necesita a nadie para poner huevos y eyacular sobre sí misma.
Elefantes, gusanos, cabras. Perdónenme, pero no encuentro otra forma, una mejor manera de describirlos. Somos esclavos de esas primeras impresiones. Nuestro lenguaje no alcanza a dibujar sus terribles figuras, no puede imaginar siquiera la región de horror y el abismo donde se forjaron sus verdaderas naturalezas. No tenemos palabras, nadie, nunca, ni las tendremos.
Eran enormes cuando emergieron del mar y de las profundidades del planeta, pero no fue difícil notar que crecían día a día. Hoy sus monstruosas formas alcanzan los treinta o cuarenta kilómetros de altura. Por lo que hemos podido observar, algunos se alimentan, otros no, o no lo notamos, y es evidente que varios continúan creciendo a ritmos desenfrenados.
Sobre todo Cthulhu, que pasa sus días en Australia. Llegó allí cruzando el Océano Pacífico. Luego de romper el sello de la ciudad sumergida de R’lyeh arrasó el continente sin ayuda alguna. Cuando un Antiguo parecido a una sombrilla, Hastur, se le acercó, avanzando lentamente por las playas de la ciudad costera de Adelaide, Cthulhu lo sujetó para azotarlo contra la tierra, luego lo golpeó de una forma atroz e hizo que se alejara por donde había venido.
Lo vi hace dos días. Cualquiera puede ver el rostro, aunque algo borroso, del Antiguo, si lo hace a través de estos binoculares.
Es solitario este dios. Pasa mucho tiempo en el agua. Luego sale y duerme, o al menos se queda quieto, cerca del mar. Debe medir unos cincuenta kilómetros de altura a estas fechas. El mar lo cubre con dificultad, aunque imagino que no está entre sus planes regresar tan pronto a los abismos.
Me pregunto si podrá experimentar la misma diluida nostalgia por la prohibida R’lyeh, construida por asquerosas creaturas procedentes de estrellas sin luz, que la especie humana siente por el planeta que fuera nuestro hogar desde antes de que abandonáramos las ramas de los árboles.
Adiós, ciudades arruinadas de las costas, hoy reclamadas por los Profundos, raza de peces con piernas y brazos.
Adiós, paraíso nuestro, no supimos conservarte, y ahora te recorren horribles bestias cuadrúpedas o semejantes a moluscos, arañas, ciempiés, con bocas y hocicos ornando sus jorobas, con antenas alzándose y cayendo, reconociendo con sentidos ancestrales un mundo que les pertenece, que siempre les perteneció, aunque ahora les cueste trabajo adaptarse.
Adiós, heladas inmensidades del norte, ahora sus auroras boreales son destazadas por los majestuosos cuernos de Itaqua, el corredor estelar.
Adiós, sabanas del África negra, exterminadas por una bola de fuego inmensa, el brutal Cthugha, La Errante Estrella Enana, El que lo Consume Todo, El que lo Agota Todo.
La estación espacial tiene ya la lista completa de los pasajeros que abordarán la próxima nave que saldrá rumbo a Marte. Su destino es una colonia recientemente terminada, construida por las naciones más poderosas de la Tierra. 678 personas vivirán en el adusto planeta rojo, en un ecosistema artificial calculado al milímetro. Ellas y los habitantes de un puesto de observación en la silenciosa Luna –apenas 25 personas más–, suman la cifra final, el resultado que arroja la humanidad; último reducto en el que la especie espera sobrevivir. Los demás, casi todos, están muertos, o lo estarán muy pronto.
Científicos, biólogos, ingenieros en alimentación, matemáticos, químicos, médicos, músicos y, como muestras peculiares, algunos pocos académicos, novelistas y poetas. Lo central y también lo accesorio; esto último, apenas puesto, es decir, simbólicamente representado. Además de sin la tecnología y la ciencia, la especie no podría sobrevivir sin su mínima veta de sueños y locura, o a alguien le pareció que así debía ser.
Soy filósofo de profesión. Hasta hace unos meses enseñaba en una universidad de la Costa Este, en Connecticut, convenientemente discreta, y bastante cercana a la ciudad de Arkham, bastión de antiguos conocimientos prohibidos. Quizá sobreviví por eso. Mi aislamiento. Mi marginalidad. Las aficiones que me mantuvieron lejos de la sociedad. Los estudios que me volvieron un incomprendido.
Estoy seguro de que nos adaptaremos, sabremos sobrevivir en nuestro nuevo hábitat. Somos una raza de individuos endebles, pero nuestro espíritu común es casi invencible.
A todos sorprendió que los gobiernos de las grandes naciones lograran ponerse de acuerdo y aceptaran cooperar para salvar esa muestra. Concentraron el tiempo que quedaba en activar el Plan Marte, un utópico proyecto piloto que durante años se diseñó y trabajó en secreto, destinado a usarse en caso de un apocalipsis nuclear. Más de la mitad de los individuos pertenecen a las cúpulas del poder económico y los altos niveles de la política internacional. Son literalmente el lastre del plan. Al final, la imperfección está en nuestra genética, en todo lo que hacemos.
Muchos expresaron su voluntad de morir con orgullo. No intentaron esconderse o huir. A través de las pantallas, una de las últimas veces que funcionaron, vimos correr a esos héroes de la dignidad hacia una muerte segura, prestos a luchar contra seres perrunos, masas degradadamente amorfas y demonios de piel cambiante; fuimos testigos de la cruzada de los últimos guerreros humanos que dispararon revólveres, blandieron lanzas de fabricación casera, y pronto quedó demostrada la inutilidad de cualquier esfuerzo. Vimos a hombres y mujeres arrojarse, en el cenit de la desesperación, a las patas gigantescas de los Grandes Antiguos para autoinmolarse, en explosiones que los titánicos dioses quizá percibieron como algo semejante a una cosquilla hecha con una pluma.
El planeta es una pecera de caos. Una esfera que se cuartea más y más, poblada de horror. Esas manchas amorfas son sus dueños. Cada vez que pienso en el pasado, siento un ligero deseo de morir. Cada vez que sueño –porque otro de los trucos de la mente para seguir, para no colapsar, es olvidar de forma pasajera las desgracias, por evidentes que sean–, vago por los senderos de mi infancia, ignorando el futuro que los devorará enteros. Cada vez que despierto, he aquí: tomo los binoculares y contemplo lo inaudito.
Allí están. Yog-Sothoth, El Todo en Uno. Terh-Ferguth, La Desgracia Estelar. El eremita Cthulhu… habrá que cambiar las escrituras: ya no podemos llamarlo “El que Espera Soñando”.
Más delante, cuando ya no pueda verlos, contemplarlos a lo lejos, cuando esté solo en mi habitáculo de la nave, camino a Marte, podré hojear otra vez el libro que usé para invocarlos.
El planeta rojo oculta ruinas, huellas de civilizaciones de las que hasta ahora los gobiernos nos han ocultado la existencia. El desierto marciano nos espera para entregarnos su tesoro de arqueología extraterrestre y saberes inimaginables. Ciudades, cavernas artificiales, estatuas; aprenderemos de ellas.
Esta vez algo salió mal. Pero estudiaré de nuevo las páginas del Necronomicón y pronto estaré listo, ahora sí, listo de veras. Un nuevo mundo y un nuevo reinado. Esto será sólo un prólogo, un incidente sin importancia. Es menester que lo intente cuantas veces sea necesario. Y al final todo saldrá como debe.
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