Mensaje de Maratón
Eran muchos, Señor,
y nos rodeaban.
Nos obligaban a cambiar el agua de sus tazones.
A comer a ciegas.
A esconder su basura en
nuestro armario. A liquidar sus cuentas.
A adoptar distintas formas de demencia —posiciones:
kamasutra de cuerpos comestibles
ataviados con camisa de fuerza
y el carnívoro guiño de velos
y ligueros—.
Eran muchos, tantos
que abrimos sucursales, circos de tres/seis/doce pistas
para mirar
la función estelar de la desgracia.
Las bombas caían,
las paredes, los techos
caían,
piezas de un dolor fantasma inubicable:
fichas de dominó
con el peso muerto de
la muerte.
(Desde entonces las hijas se pasean:
en su desfile de belleza
las reinas van desnudas
camino a ser decapitadas.)
Eran muchos, Señor,
no supimos verlo a tiempo.
Fuimos obstinados
coleccionistas de sus trucos:
cuanto caballo pasaba la noche ante la puerta
terminaba sobre la repisa, en la fila
de los héroes
que duermen
abrazados a la bomba.
A la oferta irresistible de nuestra rendición,
la respuesta fue el blanco fácil
de una pura terquedad.
Contemplamos el mundo por la mirilla
de sus rifles, amueblamos el perímetro
de sus radares;
le mordimos la cola al uroborus de la Historia;
nos sumamos a sus restas;
caminamos la cuerda floja de sus tiros a matar,
la ley fuga de ver quién llega antes,
de cabeza,
a la pared de sus trofeos.
Teñimos con nuestra sangre
sus vacaciones
en aquella larga esquina de verano.
Fuego arterial y rimbombante
que aplaude al ritmo
de la coagulación.
Eran muchos, Señor.
Eran muchos.
Señor.
Nos derrotaron.
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