1. ¿Un guardián en el desierto?
La principal preocupación del personaje, tachado de nihilista y rebelde, Holden Coulfield, de la novela El guardián entre el centeno (1951) de J.D. Salinger, son los niños. Niños que juegan en el campo. En la famosa escena descrita por Holden los niños están sin supervisión de sus padres y él resguarda el borde de un precipicio que representa una amenaza constante para ellos. Un peligro que les pasa inadvertido por su condición infantil. De cumplirse su principal anhelo, Holden trabajaría para que ningún pequeño, inocente de las estructuras de poder creadas por los adultos, se lastime:
¿Sabes qué me gustaría ser? Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos. Quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Solo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que caigan por él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Yo sería el guardián entre el centeno. (143)
En la novela Toda la soledad del centro de la tierra (Alfaguara, 2019) de Luis Jorge Boone (Monclova, 1977) hay una voz infantil, la de El Chaparro, que nos presume su asombrosa virtud de desaparecer, de esconderse. Al avanzar en la lectura notamos que su habilidad se proyecta, pero sin ser un prodigio, en todos los que lo rodean; exceptuando a su erosionada Güela Librada. Sus padres, sus primos, sus vecinos, todos son parte de la ausencia que caracteriza su entorno. Una ausencia que corresponde con el escenario que habita: el desierto.
Un lugar yermo que además divide dos países, dos idiomas, dos culturas radicalmente distintas. A esta voz infantil que va creciendo, más en sus memorias y deseos que en la realidad, se le une un coro de dolientes: los habitantes de un pueblo que ha sido desplazado por la violencia y el horror. Un pueblo ubicado en algún punto cercano al que divide la franja entre México y Estados Unidos. Fusionadas, estas voces resultan un coro de soledad y muerte.
Tanto la voz del Chaparro como la del coro que lo acompaña, y hace las veces, al igual que en la tragedia griega, de voz colectiva o la voz del poeta, según el caso, refieren a un pozo en medio del desierto. Un agujero del que emanan gritos desesperados que Seras, el personaje principal del cuento “Los gritos”, enmarcado dentro de la trama de la novela, escucha con angustia.
Un pozo profundo que es el símbolo de un país que bordea el abismo de la criminalidad, la pobreza y la impunidad. Un agujero donde año con año van a parar miles de personas de las que ya no se vuelve a saber nada. ¿Quién funge, en esta topografía del mal, como guardián del pozo? ¿Qué voces rescatan a los desaparecidos? ¿Quién cuenta esta historia de silenciados? Descubrirlo y en el trayecto conocer sus poéticas es la tarea del presente trabajo.
2. El desierto y la frontera norte de México: un lugar para el arrebato del mal
En la búsqueda de un enfoque adecuado sobre las prácticas del mal que se extienden en la frontera norte de México, me apegaré a la definición de frontera que reconoce este concepto como el espacio limítrofe que marca la línea de separación territorial entre dos o más entidades geográficas, ya sean estados, municipios o países; reconociendo que la frontera que separa México de Estados Unidos es una de las más particulares del planeta. No sólo se trata de un límite geográfico, sino de un límite cultural, económico y político que consta de más de 3000 kilómetros. Este cambio radical de visión de mundo en un espacio tan reducido como agreste, nos hace entender las relaciones culturales que se dan entre los habitantes de las ciudades fronterizas, tanto del lado mexicano como del estadounidense, no como una hibridación de culturas, sino como lo que Heriberto Yépez ha llamado una fisión de culturas:
La cultura fronteriza no es sintética sino analítica: no es una cultura que integre otras en un tercer estado fusivo sino un juego de culturas cuya relación con otras se caracteriza por evidenciar las partes de la vinculación, subrayar su derivación, –origen–, pertenencia, apropiación, plagio o recontextualización. Lo que la cultura fronteriza dice son sus polaridades; no sus sincretismos o terceros resolutivos. (19)
Para crear una imagen real de la actual condición fronteriza es necesario abordar una de sus principales problemáticas. Una que mina aspectos sociales, económicos y culturales: el narcotráfico. El narco y sus tentáculos en la realidad geopolítica nacional ha sido representado en decenas de obras literarias no sólo de autores norteños. Sin embargo, han sido estos escritores los que han estirado más el tema. Por citar tres podemos nombrar a Elmer Mendoza, Orfa Alarcón e Hilario Peña.
La manera de abordar la presencia del crimen organizado en esta zona del país, en la mayoría de las obras literarias de la llamada literatura del norte, presenta dos enfoques: desde el interior de la vida de los criminales y como telón de fondo de la trama. Esto viene a colación ya que la peor cara del narcotráfico también está presente en la raíz argumental de Toda la soledad del centro de la tierra; donde el tema de fondo es precisamente esta violencia exacerbada que se desprende del mal moral, como lo reconoce Neiman, que generan los actos criminales.
Esta presencia de la delincuencia más violenta y poderosa convierte un espacio, en este caso un pueblo ubicado en el desierto fronterizo, en la antesala del infierno. Si bien la etiquetada literatura del narcotráfico, como sugiere la tesis de la compilación de ensayos Tierras de nadie (Machieux, Zavala), “es más que desierto y balazos”, la idea de este espacio como un lugar para la muerte y la violencia se ha desarrollado en obras de gran calado que no necesariamente fueron escritas por autores mexicanos norteños. Como es el caso de Roberto Bolaño en el último capítulo de los Detectives salvajes y sobre todo en su póstuma 2666. Así como el estadounidense Cormac McCarthy en su célebre Meridiano de sangre.
En gran parte de la obra de los escritores norteños más destacados de la generación pasada, esta visión de desierto-frontera-violencia responde más a una necesidad estética y la presentación de una realidad social. La obra cuentística de Eduardo Antonio Parra da cuenta de ello. Así mismo algunos proyectos narrativos de David Toscana y Daniel Sada. Gabriel Trujillo Muñoz no está de acuerdo en señalar solo los aspectos ominosos del desierto fronterizo. Para él: “los viajeros que han tenido que atravesarlos son regiones silenciosas, sin agua ni horizontes, donde cualquiera puede perderse. Espacios donde reina la nada, el vacío, el caos y, especialmente, la muerte. Pero para quienes habitan estos arenales infinitos, el desierto es vida y prodigio, sustento y rumbo” (15).
Es en esta zona, a la que algunos han señalado como mágica (Castaneda) y otros como un umbral profundamente poético (Parra), donde podemos observar, desde la teoría Bajtiniana de cronotopía (1937), cómo se construye discursivamente un espacio geográfico.
3. El desierto en el centro de la tierra
La frontera entre México y los Estados Unidos como una zona violenta cuya inercia se proyecta, principalmente, sobre familias y pobladores de pueblos donde el narco (aunque nunca se utiliza esta denominación en la novela, sabemos que se trata de esta actividad criminal) ha decidido establecerse o disputarse “la plaza”. Lo anterior a manera de estrategia. Estar cerca de la frontera y capitalizar su “negocio”: el envío de droga al país vecino es su objetivo primordial. Recordemos que Estados Unidos es el principal consumidor de estupefacientes en el mundo.
La frontera norte de México es el espacio propicio para la caracterización de la violencia porque esta presencia criminal (que, incluso, tiene proyecciones culturales e identitarias en muchas regiones de la frontera norte de México y sus estados limítrofes, como los llamados buchones o la narcocultura) ha hecho de este territorio su espacio de operaciones y su escenario de batalla.
El tráfico de drogas, como la marihuana, la cocaína y las anfetaminas, supone el gran mercado de los narcotraficantes que luchan, sanguinariamente, por controlar las plazas fronterizas. Arteaga Botello calcula las ganancias de los cárteles “alrededor de 750 mil a un billón de dólares anualmente.” Y reconoce que “el problema del incremento de la actividad criminal no es cuestión de la mala organización policial; el eje central donde se sostiene el crimen organizado se encuentra en la capacidad de poder blanquear el dinero ilegal en legal” (26). El narcotráfico en el mundo se ha convertido en un componente fundamental de la economía mundial, el lubricante indispensable de un buen funcionamiento del capitalismo.
Todos los días ocurren balaceras y demás escenas violentas en algún punto de esta árida geografía fronteriza. Pero un acto de horror de mayor escala, al cual hace referencia indirectamente Toda la soledad del centro de la tierra fue el sucedido en Allende, Coahuila, el 18 de marzo de 2011. Esto ocurrió cuando al poblado ingresó un grupo armado que “desapareció” (en México desaparecer en este contexto es un eufemismo de asesinar) a 300 personas entre niños, mujeres, adultos mayores y padres de familia por igual, destruyendo, a balazos, más de 40 hogares. El acto de barbarie causó el desplazamiento de cientos de familias hacia otros espacios del país y Estados Unidos.
Es en este escenario, y con estos antecedentes, donde se ubica el espacio construido en Toda la soledad del centro de la tierra.
4. Voces y coros para narrar el mal
La novela cuenta con tres narradores que comparten tres visiones y tonalidades diferentes que crean una panorámica más rica del universo representado. En este sentido podemos reconocer que se trata de una novela construida mediante una pluralidad de voces que en conjunto dan cuenta del complejo mundo a que hacen referencia. Un universo que confluye en la soledad y la muerte. Por un lado, está la voz de El Chaparro, la cual muestra tonalidades poéticas, reflexivas y desoladoras sobre su entorno.
Una voz que causa la empatía del lector porque resulta, con el avance de la trama, profundamente conmovedora. El otro narrador es colectivo, presentado en cursivas y marcado por un nosotros que marca un narratario presente en un diálogo imposible: “Por qué el olor a muerte. Somos mudos, nomás eso les decíamos. Pero si los estamos oyendo hablar. Pues ya ve” (33). Se trata de testimonios que nos van presentando el paulatino desvanecimiento de un pueblo. Una desbandada violenta, urgente y sin lugar para la justicia.
Esta es la voz de la denuncia. Finalmente encontramos a un narrador omnisciente que presenta dos cuentos enmarcados dentro de la trama. Dos historias que se unen a la confabulación novelística hacia su resolución final. Aquí se revisará fundamentalmente la tonalidad de la infancia a fondo, Es decir, el narrador-personaje encarnado en El Chaparro, pues en tanto se ubica en primera persona da cuenta de una experiencia vital extremadamente sombría, que las demás voces terminan por reiterar.
5. La voz de El Chaparro: soledad y muerte
La voz más representativa de la obra revisada es la de El Chaparro, personaje central quien, como en general lo hacen los niños, según el propio autor lo señalara en la presentación de su libro en la ciudad de Monterrey, utiliza el lenguaje como un juguete. En ese juego con las palabras logran hallazgos poéticos casi de manera involuntaria. De ahí que las reflexiones, a veces demasiado profundas y poéticas a las que llega El Chaparro en su discurso, sean verosímiles para el lector. Sobre todo, porque están conectadas con su sentimiento de orfandad.
La voz del Chaparro es un juguete de tristeza y soledad. Un juguete que desde su visión infantil revela al lector un acercamiento todavía más escalofriante al mal puro. Georges Bataille se refirió a este tipo de mal como particularmente perverso y violento. En su ejecución el criminal goza no solo con infringir un crimen, sino con el testimonio del sufrimiento que causa en el otro (35). Este accionar resulta imperdonable desde el punto de vista moral y ético porque no se obtiene ningún tipo de beneficio con su realización; sólo el retorcido deleite de quien lo ejecuta. En esta categoría del mal entran las violaciones, los genocidios por odio, los asesinatos seriales y ceremoniales.
Aunque en el caso del texto analizado el mal que se ejecuta sobre la población, a manera de asesinatos multitudinarios y coerción social, parece tener una intención de sometimiento sobre el pueblo, no queda del todo claro su despliegue sobre la población. Por lo que podemos pensar que los motivos tienen que ver con venganza, ajuste de cuentas o intereses económicos; sin embargo, no es difícil advertir también una instrumentación del odio, de la saña, en su ejecución. Es decir, estos asesinatos (desaparecidos) pueden estar ocurriendo por odio, pero vistos desde el terror normalizado en la perspectiva del niño:
A ver, a ver, no anden hablando de lo que no saben putos. Yo vi el pozo, por ahí cabe hasta un camión de los que surten la tienda del Ceguetas. […] Sabrá dios quién madres construyo la casa encima del pozo, un cabrón bien loco, pero ahora la chingadera ese es el resumidero de gente muy cabrona, gente de lana y batos poderosos que avientan ahí a sus enemigos, los tiran como si fueran mierda y lo único que hay que con ellos es mandarlos lejos por la cañería. (42)
En Toda la soledad del centro de la tierra la intensidad del mal, en voz de El Chaparro, va incrementando. Inicia con la ausencia de sus padres; después de familiares cercanos y luego de todos los que lo rodean. Una voz emanada desde un niño del que nadie parece preocuparse del todo. Que sólo cuando juega a las escondidas, y se queda encerrado durante todo un día en un ropero, se preocupan por él sus tías y la encargada, a regañadientes, de su cuidado, la Güela Librada:
Ese día impuse récord. Un día completo escondido en el ropero. De tan cansado que estaba dormí varias horas. Salí cuando el juego hacía mucho que se había terminado. Todos siguieron buscándome otro rato más, pero ahora iba en serio. Gritaron mi nombre, le avisaron a Güela Librada, a mis tías. Todos prometieron que me iba a ir de la fregada cuando apareciera. Pero pedían que apareciera. No más no me hallaban. (20)
El temor por la desaparición de El Chaparro tiene un justificante esencial: que en el lugar donde viven los personajes las personas desaparecen y no se vuelve a saber de ellos. Por causa de este temor la Güela Librada recibe a El Chaparro con una cachetada que causa el llanto no del niño, sino de la misma abuela. Un llanto significativo ya que es el mismo niño quien lo advierte y se sorprende de él. Güela Librada no es la prototípica abuela dulce y protectora. Se trata de mujer configurada de manera rústica y violenta.
Se advierte en ella una historia de abusos y abandono que descarga en su sobrino. Sólo cuando bebe y canta canciones tristes muestra emociones. El llanto de la abuela en este momento resulta esperanzador, aun cuando esté precedido por un golpe. Después de todo alguien está al tanto que este niño abandonado por sus mismos padres se encuentre con vida. Es decir, el temor a que desaparezca, paradójicamente, detona la violencia como forma de afecto que culmina en el llanto no del infractor, sino de quien es consciente del peligro inminente que ha sido, por suerte, una falsa alarma:
Qué te crees, me gritó más fuerte.
Quería ganar.
Se me quedó viendo, con la mano alzada, abierta, apretando los dedos, lista para
dar el primer guamazo.
Es que siempre gano. Ésa la tenía que ganar.
Me cruzó la cara. Una cachetada bien puesta, de las que arden. Y aunque pensé
que debía ser yo el que lo hiciera, fue ella la que se echó a llorar.
Pues ganaste, dijo Güela Librada. (21)
El Chaparro es un huérfano que observa el mundo desde su condición profundamente solitaria. A veces las reflexiones que ofrece al lector no corresponderían a la de un niño porque, como ya se señaló, éstas resultan sumamente poéticas. Es decir, sus significados pueden ser múltiples dentro de los conceptos de la soledad y la muerte. Este tono lírico se hace más evidente cuando El Chaparro decide irse del pueblo y no regresar. Aquí advertimos uno de los cronotopos señalados por Bajtín, el del umbral, es decir el de los instantes decisivos en los que existe la posibilidad de salir de los límites marcados por el tiempo espacio referido en el mundo novelesco: “No quise mirar atrás. Puro para adelante. Allá había algo mejor. Allá las personas vivían de otra manera. Allá podía hacer otra cosa, otra vida. Una vida mejor” (31).
Este impulso de caminar por una carretera oscura en medio del desierto para buscar a sus padres, a su destino, es un momento clave dentro de la novela. Es a partir de aquí que El Chaparro inicia la reconstrucción de su pasado a través de la memoria. Construye a su Abuela, a sus tíos y tías ausentes trabajando del otro lado de la frontera, “Los papás de mis primos, todos, estaban lejos, chambeando en el otro lado, de mojados. Sirviendo hamburguesas a los gringos, decían en la casa. Barriendo pisos. Limpiando baños. Hundidos en la mierda…” (30).
En este mundo cerrado y angustiante, pareciera que sólo los niños tienen a posibilidad de disfrutar, de sentir su propia existencia. Es así como el Chaparro reconstruye la memoria no sólo del espacio que habita, sino de las personas que lo rodean. En el siguiente párrafo, al observar a su abuela cantando, alcoholizada, también reconstruye la infancia de Librada. Su pasado que es el de sus antepasados. Cuando todo era mejor. Es decir, cuando ella era niña. La poca felicidad y ternura que se cuela en el rostro y la mirada de la abuela Librada le recuerda a la mirada de una niña:
Se ponía a cantar. Contaba que en casa de sus papás, los bisabuelos, siempre había música, que seguido ponían tocadiscos y su papá sacaba a bailar a su mamá, un bolero, un vals, una redova, a sacudir la tierra del talón, decían, risa y risa, pero despacio, bailaban despacito, con una elegancia que no vieras, afirmaba la Güela Librada, orgullosa del porte de sus papaces, sonriendo bonito, porque entonces le salía algo de niña, como sólo con ellos, y ahora en su recuerdo, pudiera sentir algo de ternura. Cantaba como apagándose, pero con harto sentimiento. (44)
Después de este momentum sentimental de la abuela, y de la reconstrucción de su memoria, viene un episodio de coraje y odio. Güela Librada contra todos los hombres, “plaga de este pinche mundo”. (50) Chaparro no sólo configura los claroscuros del espacio que lo rodea. También de las personas y además de sus sentimientos. En este punto, donde el territorio y la memoria de sus habitantes ya han quedado fijos en la narración, Chaparro inicia, desde distintas perspectivas, la configuración de otro espacio en medio del desierto. El resuello del que se cuentan historias, leyendas. El pozo. Esa metáfora de mal total donde todo queda resumido en muerte y silencio:
Cuando me dormía pensando en el pozo, soñaba con su oscuridad.
La boca era del tamaño de la noche.
Me podía tragar sin que apenas se notara mi cuerpo cayendo a través de su inmensidad. […] A veces no había caída y estaba desde siempre en la oscuridad. No estaba vivo ni muerto. (57)
Ni vivo ni muerto, como la misma tierra del desierto, sus habitantes recorren un territorio estéril que se proyecta infinito. Muchas veces esta búsqueda por la salida, por el fin del desierto, si pensamos en quienes lo transitan con el fin de llegar a Estados Unidos, representa la muerte. La impotencia de perseguir un sueño que queda truncado en medio de la nada, en la concepción de un niño huérfano y solitario, puede traducirse en odio: “Si todos conserváramos recuerdo de las chingaderas que los demás nos han hecho, el pueblo entero tendría razones para aventar al resto de la humanidad que conoce al pozo sin fondo” (76).
Recorriendo el camino de la memoria, y del desierto, El Chaparro sentirá una soledad avasalladora. Una soledad como la que sintió dentro del ropero donde nadie lo pudo encontrar. Acá se nos revelan dos imágenes, la de los violentadores y la de los violentados. Unos como perros rabiosos y sin corazón, y los otros, erosionados, convertidos en tierra y polvo. Adheridos a la naturaleza del desierto. A sus entrañas:
Imaginaba tanta soledad, toda la que cabía en esas cuevas interminables se les metía en el corazón, a los hombres y mujeres, a los niños que arrojaban unos tipos que parecen gente pero son perros, perros enfermos de rabia, imaginaba que la soledad se les metía en el corazón, se los cargaba de tanto peso que se les quedaba quieto, dejaba de latir, se les volvía tan chiquito que se les perdía en el pecho, y se ponían fríos, se volvían piedras de la cueva, y la tierra nada más esperaba que se cansaran de una vez, que se sentaran, se recargaran, para volverlos estatuas de lodo, secas, tierra, polvo. (55)
La poética de la soledad y la muerte avanza. La soledad más absoluta, dice Fernando Pessoa, es la que siente el que está a punto de morir. El final de la obra se comienza a redondear y no pude ser otro que un final trágico: “Soledad para siempre, envolviéndote como lluvia cerrada. Todo es negro y se cierne sobre ti. Te hace olvidar en qué lugar estás, y desde cuándo. Te pierde, te pierde de ti. (55). Sin embargo, nuestro narrador persiste. Así como lo hacen miles de personas año con año, El Chaparro atraviesa el desierto en busca del “sueño americano y se queda en el camino.
El Chaparro persigue y persiste en su sueño de pertenecer a una familia. De ser querido por sus padres: “Quería que todo fuera cierto. Quería, al mismo tiempo, que nada lo fuera. Que más allá del pueblo el mundo fuera nuevo, que mis sueños apenas lo empezaran a inventar” (70) Toma una mochila y deja atrás a su abuela roncando. No tardará mucho con encontrarse con la realidad. Con hombres armados y lugares derruidos. La voz del niño, su tono, es casi imposible de comprender en este lenguaje estilizado y profundo que adquiere: “Un pueblo fantasma donde todas las puertas se quedaban abiertas de noche. Todas abiertas. Como si las casas intentaran gritar, pero se hubieran quedado sin voz” (78). Es porque entendemos el desamparo del narrador que podemos asimilar su lenguaje poético, sensible a la destrucción de la que está siendo testigo.
Vuelve a aparecer la infancia como símbolo de esperanza. Una niña que lleva a El Chaparro a ocultarse de personas armadas. Pero su cercanía al pozo, a la muerte, es inminente. El final de la obra es desgarrador. El personaje al que hemos venido siguiendo se convierte en un habitante más de las entrañas del desierto, junto a los personajes de los cuentos perdidos dentro de la novela que justo se conectan con la trama general de la obra. Justo aquí, en la pluralidad de la muerte.
Mientras yo, él, ella, nosotros, nos íbamos muriendo.
La oscuridad se cambia de lugar con uno. Ella es la que cada vez está más viva mientras uno se muere de trancazo.
Se vuelve todo.
Nos traga.
Nos recibe.
La oscuridad que es la misma, pero es toda la de mundo y de la noche y de la soledad y de los ciegos.
Que morirse es quedarse sin uno mismo.
Que es desaparecer de todos lados.
Que es no saber.
No decir.
Sin voz. Sin a quién.
Sin a dónde.
Solo.
Como nunca nadie ha estado.
Nunca.
Y para siempre. (115)
Después de esta tremenda despedida de El Chaparro y de Doña Susana (del cuento “La sangre”, que tiene la designación dentro de la trama general de presentar la cruda violencia, de manera explícita, que se vivó en aquel pueblo) y don Sebas (que nos llevó a las coordenadas del pozo de muerte en medio del desierto, atraído por los gritos desesperados de los desaparecidos, hacia el coro de dolientes que clamaba por su vida).
Un final en el que confluyen todas las voces, todas poéticas que intervinieron en la narración de la novela. La de El Chaparro, que se hace parte de la colectividad, es decir, de la muerte. La de los personajes Doña Susana y Don Sebas, contados por narradores omniscientes que observaban, a través de estos personajes, panorámicamente el escenario de soledad y violencia que se fue construyendo durante la narración. Al final, juntas, las voces denuncian la injusticia e infamia, casi anónima, de la que fueron sujetos al ser enterrados, olvidados en algún lugar del inmenso desierto. La voz plural de la muerte que nos señala:
En esta voz que nos dice: que sabe quiénes
somos, hablamos nosotros también, cuando hablamos desde el
sueño, desde la vigilia dura, desde el fondo de
lo que somos y seremos.
Desde el desierto y las piedras.
Desde las casas y las historias.
Desde la verdad y la mentira que se van a decir
de todo esto que vivimos
y de nosotros
que lo vivimos
y no sabemos bien a bien
cómo decirle,
qué decirle,
y a quién.
Y para qué.
Si usted sabe,
dígalo:
diga para quién nos sirven
todas estas palabras. (117)
Este lugar sin lugar, margen de los márgenes, donde la humanidad ha sido arrasada y la esperanza aniquilada, en la que la precarización domina, sólo queda la conjetura de un mundo mejor, aunque sea para barrer y servir hamburguesas, que augura la posibilidad de una vida posible y al mismo tiempo inalcanzable, como lo señala Zygmunt Bauman en La sociedad sitiada:
Se alienta a viajar para obtener beneficios, mientras que se condena a quienes viajan para sobrevivir -para alegría de los traficantes de “inmigrantes ilegales” y a pesar de los ocasionales arrestos de horror e indignación causados por el espectáculo de “inmigrantes económicos” ahogados o asfixiados en vano intento de alcanzar la tierra del pan y el agua potable-.
El mundo globalizado es un sitio agradable y hospitalario para los turistas, pero es hostil e inhóspito para los vagabundos. A estos últimos se les impide seguir el patrón que los primeros han establecido. Pero, desde el primer momento, ese patrón no fue pensado para ellos. Además, si hubiera sido diseñado para la adopción masiva y no para el privilegio exclusivo y bien salvaguardado de unos pocos, no les traería los beneficios por los cuales sus impulsores y beneficiarios lo habían celebrado (108-09).
Por otro lado, aunque la académica María Pía Lara, en sus estudios, hacer referencia, sobre todo, a la literatura que retoma las evidencias del horror causadas por el Holocausto que significó la Segunda Guerra Mundial, su teoría “posmetafísica del juicio reflexionante” se aplica también a este holocausto en el desierto fronterizo del norte de México. ¿Qué sentido tiene, por un lado, escribir una historia de este episodio de horror, que por lo demás sigue continuando? ¿Qué sentido tiene, para el lector, ingresar, junto todo un coro de silenciados, en el pozo de la muerte? Pía Lara sostiene sobre su teoría una interpretación:
Mi interpretación es que si estudiamos atentamente las historias de los que han muerto o desaparecido, debemos insistir en que mientras sigamos siendo humanos no dejarán de surgir nuevas formas para destruirnos ni tampoco habrá una manera de expresar con un solo juicio la serie de acciones destructivas que generamos […] Con el concepto de aprender de las catástrofes deseamos restaurar la idea de que cuando comprendemos las pasadas atrocidades, el hecho de distinguir entre éstas nos habilita para obtener un mayor conocimiento moral. Ahora la conciencia moral se convierte en el marco que construimos para poder vislumbrar un futuro diferente. (270-71)
El Chaparro y la colectividad que habita en Toda la soledad del centro de la tierra nos están advirtiendo algo. Será tarea de cada lector descifrar qué. Lo que queda claro es que, con sus voces, con las imágenes que han ido compartiendo, podemos identificar uno de los síntomas más ruines de nuestro “avance” como especie: el de la deshumanización e indolencia.
El presente análisis inició con una referencia a Holden Coulfield, el chico que quiere cuidar que los niños no caigan en el abismo. La denuncia que hacen todas las voces hacia el final de Toda la soledad del centro de la tierra nos está haciendo una invitación a reflexionar sobre quién está cuidando el borde del abismo.
Bibliografía citada
Arteaga, Botello, Nelson. “Violencia y globalización.” Revista Este País, nº 173. México, 2005, pp. 22-30.
Bajtín, Mijaíl. “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela.” Teoría y estética de la novela: trabajos de investigación. Taurus, Madrid, 1989.
Bataille, Georges. La literatura y el mal. Taurus, Madrid, 1981.
Bauman, Zygmunt. La sociedad sitiada. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007.
Boone, Luis Jorge. Toda la soledad del centro de la tierra. Alfaguara, México, 2019.
Giménez, Gilberto. “La Frontera Norte como representación y referencia cultural en México.” Revista electrónica Cultura y Representaciones Sociales, nº 3, 2007, pp. 17-34.
Neiman, Susan. El mal en el pensamiento moderno. Fondo de Cultura Económica, México, 2008.
Pía Lara, María. Narrar el mal. Gedisa, Barcelona, 2009.
Sallinger, J. D. El guardián entre el centeno. Alianza, Madrid, 2006.
Trujillo Muñoz, Gabriel. “El desierto en el arte y la literatura del noroeste de México.” Estudios del desierto. Edición de Michael Schorr Wiener. Universidad Autónoma de Baja California, Mexicali, 2006.
Varios autores. Tierra de nadie. Edición de Mahieux Viviane y Oswaldo Zavala. Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2012.
Yépez, Heriberto. “Adiós al happy hybrido: variaciones hacia una definición estética de la frontera (más allá del mítico personaje mixto).” Made in Tijuana, 2005, pp. 11-35. icbc.
0 Comments