Prácticas invernales a campo abierto
Abres tu montura por la mitad. Te guardas entre su estómago y su páncreas. Entre su hígado y las carreras detenidas en el arranque. Del frío, de los malos augurios, de la secuela donde todo irá de mal en peor, del tercer episodio en que te mueres.
Tu caballo extraterrestre. Tu máquina de avanzar sobre un campo de cadáveres enemigos. Tu corazón fuera de tu cuerpo y dentro de otro cuerpo.
Cuadrúpedo adentro. Mascota y mejor amigo. Mitad de tu centauro y tanque de tu guerra.
Aquí los obstáculos, aquí la espuela. Pistas como rallys de cinco mil años. Trofeos de lata y migajón que atesoras como a los miembros amputados que sobreviven flotando en aire, y no se pudren.
Equitación del alma: esa especie domada por generaciones de jinetes ebrios, biología fraguada para esforzarse y resistir, obedecer y acelerar.
Tu alma: ese animal que montas, esa grupa que vences con el peso de tus pecados, esa carne que azotas hasta llegar a tu propia carne viva. Tu alma.
Ese pecho donde late Anahata, tu cuarto chakra. (El corazón que dibujaste en tus cuadernos de primaria. El mismo que traicionaste al graduarte en la academia.) El que abres a cuchillo para resguardarte en la tormenta. El que te da a luz cuando todo pasó ya y cicatriza, lento, sin alterarse. El que sufre tus incursiones en el planeta del hielo y la desolación. Te digo que es tu alma.
Fiel montura. La dispuesta a abrirse, a ser tu vaina, tu crisálida en le petit mal, cada vez que tu espalda se quiebre, cada vez que la nieve te devore, cada vez que la soledad del campo abierto se vuelva la negra noche del alma, y no consigas una sola de las banderas enemigas.
Kylo
El dolor es la llave.
No dejes que las heridas cicatricen,
mantén abiertas esas puertas.
Amartillada esa arma.
Lastímate a ti mismo
para recordar cuando otros
te lastimaron.
Multiplica cualquier daño,
cualquier golpe:
son el carbón,
el plutonio,
el material fusionable
de tu caldera antigua, tus bombas,
tu apocalipsis.
La metralla que te atraviesa
lentamente el pecho.
No permitas que nadie la remueva.
En el laboratorio de tu odio inventa
una máquina que la mantenga en su lugar:
llámala honor, justicia, baila con ella
bajo la luz de la luna.
No extermines la amenaza.
No mates absolutamente a todos tus enemigos.
No cierres los ojos.
No olvides.
No perdones. Nunca.
Nunca. No apagues por entero el incendio
que aureola de sangre y hiel
la inexistente paz de tu noche.
Deja las brasas vivas.
Conserva una llama en la hoguera
y deja que renazca y se multiplique
cuando el bosque esté a punto
de florecer, de cubrir el pasado,
de olvidarlo.
Golpea tu costado herido.
Galópate.
Húndete las espuelas.
Mete tu dedo en las llagas.
Echa sal en las cortaduras.
Toma un prisionero: tú
y practica la tortura.
Dales nombre a tus accidentes.
Grítalos y maldícete por ellos,
porque a nadie sucedieron, sólo a ti.
Porque las plagas se concentraron
sólo en ti.
Recuerda el odio que te enseñaron tu padre y tu dios
y a tu infancia regresa cuando creas
que de ellos te liberas.
Golpea las quemaduras de tu cuerpo.
Invócate.
Arroja puñados de pólvora a tu alma.
No te des descanso.
No te permitas olvido.
Azúzate.
Azótate.
El dolor es tu perro de caza.
Tu munición.
Tu puño más firme.
La grieta de ti con vista al infierno.
Tu cosplay de Atila el Huno.
Potencia que te mueve
y te consume.
Tu reino y tu derrota.
Tu ejército y tu horca.
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