No creo que haya dentro de la actual narrativa joven coahuilense un escritor con una conciencia tan clara y tan precisa de lo que debe ser un cuento como la que maneja el monclovense Luis Jorge Boone en su libro La  noche caníbal.

El volumen incluye siete cuentos. Lo primero que me llamó la atención de ellos es que no importa en qué orden se lean o en qué párrafo se detenga uno, el discurso narrativo hunde inmediatamente al lector en una atmósfera característica, en el ambiente donde se desarrollan las historias. Asimismo, para evitar que el texto se desvíe de su objetivo o reciba interpolaciones que afecten su estructura, el autor elige, con bastante acierto, el momento, lugar y personajes de sus cuentos y profundiza en ellos hasta agotarlos.

Quizá la única objeción que pudiera hacerle es que no juegue más con las posibilidades del narrador. Salvo en el primer cuento, el resto adolece de un narrador no muy claramente definido, en el sentido de que tampoco logra definir a su narratario, aunque establece una firme separación entre el autor y el narrador como ente diseñado para funcionar desde adentro del universo de la ficción. Pero pienso que esta ambigüedad no es accidental, sino que está premeditada y que incluso está cuidadosamente calculada. Los temas que Boone ha elegido exigen cierto grado de sutileza.

“Siempre habrá alguien detrás de ti” explora la posibilidad de que un hombre pueda cometer un crimen porque es convencido por las imágenes que ve en televisión de que es capaz de hacerlo.

“El invierno en Devonshire” maneja un argumento arduamente teológico: un hombre, decidido a seguir la carrera eclesiástica, descubre que ha perdido la fe. Su búsqueda de Dios cambia de sentido al descubrir que para llegar a Dios debe primero encontrar al Diablo. Y al final del cuento ya no sabe si las huellas que sigue a través del bosque le pertenecen al demonio o son sus propias huellas. La búsqueda del mal se confunde con la búsqueda de la identidad. El camino puede ser circular. Boone conoce sin duda los cuentos de argumento teológico de Jorge Luis Borges y no resistió la tentación de probarse en ese terreno, donde las especulaciones pueden fácilmente malograr la trama.

Otro homenaje a Borges es el sugerido por el título del tercer cuento: “Laberintos circulares”, inspirado en tres figuras que exponen paradojas espaciales: la cinta de Möbius, el Nudo de Escher y Uruborus o serpiente que se muerde su propia cola. Aunque sin la desmesura de otro insomne célebre —Funes, el Memorioso— estas tres figuras dentro del cuento se convierten en metáforas del insomnio que padece el personaje:

Hace varias semanas que despierto a cualquier hora de la noche. Desde aquella primera en que soñé que caminaba sobre las vías de un tren y se extendía ante mí el horizonte inalcanzable. Abro los ojos a la mitad de este territorio de sombras y me parece que la línea del tiempo se hubiera torcido sobre sí misma y las horas se marcaran al azar en el reloj. Justo ahora se escuchan campanadas a lo lejos. Las tres. Si durmiese un poco más, las pesadillas me harían despertar de nuevo, y comprobaría que son las dos de la mañana o las once de la noche. A veces temo que mientras duermo amanezca y transcurra un día entero, y anochezca otra vez. Dondequiera que miro está la noche. Imposible orientarse en este vacío [pp. 45-46].

En cambio en “Oblivion”, una mujer encerrada en su casa espera el regreso de su pareja y empieza a sentir que la ausencia crea un reino que, cuando dormimos, se apodera sutil, pero irremediablemente, de los espacios que abandonamos. Esta mujer siente como si el espejo mismo devorara a la habitación, colocándola del otro lado, en el trasmundo. Esta vez el cuento tiene un discurso menos trabajado, pero aún así consigue su efecto.

“Telarañas” parece mezclar dos tópicos previamente manejados: el de la acción que se anuncia y que no se puede evitar (morirás mañana) y el del insomnio como un laberinto que es más temporal que espacial y que aquí es representado por esa telaraña que poco a poco va enredando al personaje hasta que lo obliga a matarse.

“Mandrágula” es el cuento más cercano a una forma narrativa muy antigua pero todavía explotable: la alegoría. Aquí también recurre Boone a un expediente muy del gusto de Borges. Un tratado acaso apócrifo para hacer hechizos con la mandrágula o mandrágora. La alegoría se desarrolla a partir de la idea, también muy medieval, de que el cuerpo debe ser espejo del alma y de que la búsqueda de la pureza puede llevar a cometer las peores atrocidades. El protagonista se enamora de una mujer bellísima a la que cree pura e inocente, hasta que descubre que ella ha hecho el amor hasta con los hombres más viles. Intenta someterla a una pócima hecha a base de mandrágora con la que su alma manifestará en el cuerpo de ella sus horrendas deformidades.

Veo los sueños de Celine, su cuerpo, su verdadero cuerpo, ronchas, costras, arrugas bajando por su cuello, huesos atrofiados, manchas y verrugas, llagas que supuran, un alma podrida merece un cuerpo podrido, la oscuridad de la noche, sueños, manos comprimen mi cabeza.

Algo me golpea. Algo corta el interior de mi garganta [p. 85].

Pero también él queda expuesto al brebaje y las consecuencias lo enfrentan a una insoportable belleza que lo lleva a la locura.

En el último cuento, que da título al libro, puedo percibir un homenaje del autor a su natal región minera. Debo admitir que se puede prescindir de la clave regional y leerlo como una ficción que ocurre en cualquier otro lugar. “La noche caníbal” es la noche de las minas, de los mineros que descienden para extraer carbón y que a veces ya no regresan a la superficie, pero también es la historia de los mitos y las creencias de los trabajadores de las minas.

Avanzo golpeando trozos de carbón con mis zapatos y recuerdo la historia que contaba mi abuela, esa en que la mina es el camino que las almas tomaban para asistir a su encuentro con el más allá. De ser cierto, la otra vida no debe ser muy distinta a la que he llevado hasta hoy [p. 88].

Dos mitos me llaman la atención: la creencia de que así como hay hombres en la superficie que buscan descender a las profundidades de la tierra, hay otros que viven en las profundidades de la tierra y escarban en sentido inverso buscando la superficie. También está esa superstición que prohíbe a las mujeres entrar a las minas, porque eso provoca la ruina del yacimiento y de quienes trabajan. Pero, por supuesto, no falta una mujer que decide desafiar esa superstición y al disfrazarse de hombre invoca la desgracia. Sin duda, como dice Luis Jorge Boone en su libro, “la noche es eterna y todo lo devora”. Pero mi paso por su Noche caníbal fue muy interesante y también, por qué no decirlo, nutrió mi entusiasmo y halagó mi imaginación.

No caeré en lo obvio. Ni con respecto a mis expectativas ni respecto a la narrativa joven coahuilense ni respecto a lo que pueda ofrecer como narrador Luis Jorge Boone en el futuro. Pero sí quisiera cerrar esta nota observando que su actitud con respecto al cuento me parece inteligente y digna de ser tomada en cuenta. Creo que en ese sentido nos queda la noche por delante.

 

Texto originalmente publicado en Gazeta del Saltillo, mayo de 2009.
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Jesús de León

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