Todo sucede a los 20 años. Los encuentros decisivos, la primera gran pasión, las ideas y las elecciones que habrán de acompañarnos el resto de la vida. Todo parece suceder —“seriamente”, dejando un registro, realmente— a los 20 años. Es una época extraña, mezclada, fragorosa, donde todo ocurre a gran velocidad, sin respiro. Pensamos que podemos conquistar la vida, es un deber. Creemos, a pesar de las pruebas en contra, que el mundo nació con nosotros, y que somos su medida.

Por primera vez no es una entelequia ese ancho mundo, sino una presencia, un amanecer, un cuerpo celeste que se eleva en el horizonte y que, cada vez más grande, lo llena todo. A los escritores esto les sucede en los libros. En esos años iniciales sucede una transformación: lo movedizo se vuelve sólido, lo lejano empieza a acercarse.

Y algo fundamental sucede en el ámbito de la respiración. Quizá empezamos a ser conscientes del aire, de lo que constantemente nos da y nos quita. Quizá la mecánica pulmonar que nos sostenía hasta entonces ya no es suficiente. Quizá descubrimos una cámara secreta en el pecho, nunca usada, que tal vez pueda proveer el fuelle necesario para los esfuerzos por venir.

Pienso que los aspirantes a escritores encuentran en los libros que los fascinan una respiración. Un aire nuevo que todo lo agita y lo sacude. Un aire nuevo con el que llenarse los pulmones; uno que nunca habían tocado o presentido. Un ritmo inédito. Tiene que ver con la puntuación, con el tempo. Es una alquimia nueva del oxígeno que vitaliza de otra forma. Una meditación, un caminar, un pensar. Los libros que nos marcan son esos que nos enseñan a respirar.

La historia que tenemos con los libros posee dos capítulos. El de la relación con el objeto, y el de la relación con la escritura que este guarda.

Durante mi niñez, adolescencia y primera juventud, disfruté de los beneficios de varias campañas no oficiales de lectura, que incluían trato personalizado pero eran un secreto. Mi abuela paterna, Berta Gurrola, quien me regalaba, luego de leerlos, los cómics de Batman, Spiderman y Archie con los que entretenía las espaciosas tardes de su jubilación.

Las bibliotecas escolares y públicas, donde leí por primera vez a Lovecraft, Neruda, Jaime Sabines y Rosario Castellanos. Y a los 20 años —todo sucede a los 20 años— conocí a Julián Herbert, quien con su amistad me dio un pase de entrada a su biblioteca y a las primeras recomendaciones que recibí de “colega a colega”, ya como escritor en ciernes, con la responsabilidad y la curiosidad de conocer más y abrir mis horizontes. Los libros también marcan nuestra mayoría de edad.

Durante una época reseñé libros y escribí artículos sobre temas literarios, en una columna que vivió varias encarnaciones. Fue cambiando de nombre y de periódico, pero al principio se llamaba “Andén”. Ahí deposité el entusiasmo y el candor que ese muchacho de 22 años empleaba cada que hablaba sobre las lecturas que lo apasionaban. Escribí sobre Lejos de Veracruz de Enrique Vila-Matas, El obsceno pájaro de la noche de José Donoso, Mientras agonizo de William Faulkner, Crónicas de motel de Sam Shepard y El país de las últimas cosas de Paul Auster, entre otros. Con tal de hablar de libros, lo hacía gratis.

Yo no tenía computadora, así que para escribir mis columnas y pasar mis poemas en limpio iba al área de cómputo de la Infoteca de la Universidad Autónoma de Coahuila de Monclova. Los archivos generados durante la sesión debían borrarse al terminar de usar el equipo; yo guardaba mi trabajo en un disquet al que cuidaba con celo, pues el soporte resultaba un tanto frágil. Luego debía imprimirlos para entregarlos a la persona con quien colaboraba, un periodista encargado de la página cultural del periódico Zócalo, con la consecuencia de que se publicaban, tiro por viaje, con errores de transcripción, que hacían ver mi escritura aún más bisoña y desorientada de lo que ya era de por sí.

Citarse a uno mismo es viajar al pasado, no en los circuitos de una máquina, sino en la textura de una prosa a medias ya ajena. El primer texto que publiqué sobre un libro de Javier Marías, el 26 de octubre de 2001, y comprobé que al español puedo contarlo entre los autores a los que llegué por mi propio pie.

Con la distancia que dan los años, nuestra escritura nos va pareciendo rara, inexplicable a veces, imperdonable otras. El que fuera el íntimo sonido de nuestro pensamiento termina por parecernos el cuchicheo lejano de un pueblo extranjero. No tengo otro remedio más que transcribir aquí dicha reseña inaugural, no sin antes advertir que me fue imposible evitar la tentación de retocarla mínimamente, eliminar alguna flaqueza demasiado obvia y enmendar la falta de claridad de un pasaje.

A N D É N

LA MALDICIÓN DE LOS VIVOS

En una de mis cacerías por las librerías que frecuento encontré hace tiempo la novela de un autor desconocido para mí: Javier Marías. El nombre del escritor no me decía nada, pero el título… vaya: el título desde un principio fue otra cosa. Mañana en la batalla piensa en mí, el mejor título de novela que conozco hasta hoy, hubo de acosarme en mis lecturas, de obsesionarme con su profundidad, sus posibles significados, hasta que meses después volví a la librería para salir con el último ejemplar disponible en la mano.

Se trata de una cita que proviene de Shakespeare, concretamente de su texto dramático Ricardo iii (acto v, escena iii). A lo largo de la novela se va repitiendo como un responso o una oración, se agregan versos, se ofrecen variaciones, traducciones muy personales o paráfrasis; a continuación, la reconstruyo libremente basándome sólo en la memoria: “Mañana en la batalla piensa en mí, pese yo mañana sobre tu alma, caiga al polvo tu espada sin filo, mañana en la batalla piensa en mí, sea yo como plomo fundido sobre tu alma, caiga al suelo tu lanza herrumbrosa, mañana en la batalla piensa en mí, desespera y muere”. Como una maldición, como un negro encantamiento, este ensalmo se cierne sobre la vida de Víctor Francés, el protagonista.

La historia inicia cuando es invitado por una mujer casada a una cita galante en su departamento. Su marido está de viaje en Londres, y el hijo de ambos duerme en su habitación. Víctor y la mujer se besan en la recámara principal. Al encontrarse semidesnuda, ella empieza a sentirse mal y, al poco rato, muere. ¿Qué hacer? ¿Llamar al marido, preocuparse por el niño, atender los restos, huir del lugar? Víctor siente miedo y se decide por lo último.

A partir de ahí el joven y desafortunado escritor habrá de revivir una y otra vez ese terrible momento.  Pesará el nombre de la mujer (Martha Téllez) sobre sus hombros. Quedará revisitado, habitado por fantasmas, “haunted” (Javier Marías en su prosa desbordada se toma el tiempo de analizar palabras clave, como ésta; se permite páginas enteras para hacer disquisiciones sobre temas centrales). Así, empezamos a sentir con cierto escalofrío que el lugar de las apariciones de nuestros muertos no son la cama donde fallecieron, los lugares que los vieron vivir, sino la conciencia de quienes aquí seguimos.

Víctor francés continúa moviéndose por su vida en Madrid, y conoce al padre y la hermana de la mujer que murió en sus brazos antes de poder convertirse en su amante, y vuelve a ver al niño que ya conoce, ahora huérfano de madre. Durante la novela, muchas veces refieren al protagonista del hecho la fatídica noche en que él acompañó a Martha en su agonía. Muchas veces se atormenta Víctor Francés con su silencio.

Pero la vida no puede detenerse hasta que Víctor encuentre la expiación de lo que pesa sobre él como una culpa, como una verdad que debe confesar. Y continúa su trabajo como escritor de segunda, redactando discursos de políticos por cantidades ridículas, compartidas con un colega con quien crea la identidad de Ruibérriz de Torres, alter ego de ambos, quien suma las capacidades mercantiles de uno y literarias del otro. Se asoma al mundo de la política y la burocracia, al superficial y aburrido universo de las apuestas, y se va convenciendo de que el mundo está podrido más allá de lo que él imaginaba.

En varias ocasiones el protagonista se entretiene en el recuerdo de una noche en que subió a su automóvil a una prostituta por el simple hecho de que guardaba cierta semejanza con su exesposa. A los pocos minutos se siente confundido y no sabe si se trata en realidad de su exmujer. Al conversar durante el trayecto al hotel donde habrá de requerir sus servicios intenta reconocerla. Luego, insiste al estar juntos, pero nunca sabrá a ciencia cierta si contrató a la misma mujer con quien vivió en matrimonio y a quien vio por última vez hace tres años. Algo anda mal en el mundo.

Así se irá acercando al encuentro final con el esposo de Martha. La realidad se revelará como una trampa sin salida, asfixiante y condenada. Víctor no sabe si la redención lo aguarda después de su confesión, o si su desesperación lo ha llevado a imaginar la posibilidad de ese consuelo inexistente. El final es realmente una cubetada de agua fría sobre el lector.

Mañana en la batalla piensa en mí es la novela más premiada de Javier Marías en Europa, pero cuenta con otras como Corazón tan blanco, El hombre sentimental, Todas las almas, Negra espalda del tiempo y el libro de relatos Cuando fui mortal, además de otros de prosa periodística y de ensayo. 

La maldición no solamente vive en las páginas de la novela. La obsesión de que me hizo presa esta cita del más grande escritor de lengua inglesa muestra el poder de las palabras. No pude descansar sino hasta leer el libro, saber el significado de tan sugestiva frase y apenas ahora, al terminar de escribir esta columna, me doy cuenta de que quizá estas líneas me ayuden a exorcizar un poco esta obsesión de mi psique revisitada.

Mañana en la batalla piensa en mí. Javier Marías.
Suma de letras Editores, 423 páginas, 2000.

Los excesos e inexactitudes corren por cuenta de mi juventud: oh entusiasmo lector, cuántos desaliñados párrafos se cometen en tu nombre. A pesar del sonrojo, me interesa rescatar el entusiasmo del texto, y que llegué al libro de la misma manera que a Cien años de soledad y Los versos satánicos: sin mediar recomendación, por el misterio, la música y la belleza de sus títulos.

Durante esos años de juventud, el método para hacerme de los libros que me interesaban era ahorrar durante meses y esperar a que llegara octubre para lanzarme a la Feria del Libro de Monterrey, y más tarde también la de Saltillo, para visitar los stands de Seix Barral, Era, Anagrama, la UNAM, etcétera. Recuerdo cuando encontré, expuestos en los anaqueles de Alfaguara, varios de los títulos de mi lista, y con un rápido cálculo mental me di cuenta de que, si me llevaba Corazón tan blanco en edición trade, y Negra espalda del tiempo y Todas las almas en bolsillo, no me quedaría dinero para una comida decente, y me hace sonreír que esto no importó. Para aplacar el hambre comí cualquier chuchería de la tienda más cercana y, cargado con un exceso de equipaje de alegrías e ilusiones paginadas, tomé el metro, feliz, hacia la central de autobuses de Monterrey, a tomar uno a Monclova. Tenía mucho que leer.

Pocos años después, la suerte me llevó a encargarme, durante un tiempo, de la biblioteca de una institución de nivel superior. Muy al principio nos cayó un presupuesto extraordinario, unos 20 mil pesos que debían gastarse en libros. Logré hacer algunos pedidos a editoriales que ya conocía, y a cuyos catálogos les traía ganas; el proceso fue tan anómalo que parecía que compraba para mí. Yo mismo hablé por teléfono, y dije quiero esto y esto otro; lo mínimo para empezar un área de literatura en medio de una reseca oferta bibliográfica especializada en ingeniería y asuntos técnicos.

Desde entonces, los usuarios de ese lugar pueden leer Las batallas en el desierto, La noche de Tlatelolco y Aura. Y por aquello del que parte y comparte, pedí mano para entrarle a los ensayos y artículos de Marías, pues pedí Vida del fantasma, A veces un caballero y Seré amado cuando falte, si no mal recuerdo, en esas ediciones preciosas, elegantes, en pasta dura, con las que Alfaguara vestía su colección Textos de escritor.

20 años después, al releer algunos algunos de estos títulos, recordé que muchos temas literarios y la pedrería suelta de su marginalia, los conocí y me interesé en ellos por primera vez leyendo a Marías. La traducción, la importancia del punto de vista, la búsqueda de la voz novelística precisa para cada historia, la división entre escritores de mapa y escritores de brújula, las aventuras del bibliófilo. Incluso tuve algún desengaño al darme cuenta de que cierta idea que creía de mi invención, la cualidad de inagotable del misterio que está en el centro de toda escritura, la leí hace mucho en Marías: “sólo se queda sin misterio lo que jamás lo ha tenido en realidad.”

De mi lectura de Javier Marías derivó mi primera consciencia del oficio del escritor. En sus ensayos, el autor constantemente reflexiona sobre decisiones estilísticas, analiza los procedimientos de composición y acumulación con que escribe sus novelas, y pondera esa función de la mente a la que llama “pensamiento literario”, donde las cosas pueden ser varias cosas al mismo tiempo, donde memoria e imaginación y fantasía y reflexión suman sus cualidades, donde autobiografía y vida y espionaje y ficción se mezclan, donde es posible decir, usar las palabras, de un modo distinto. En él, nos dice Marías en un ensayo, un personaje puede afirmar que el hombre que vio en lo alto de la escalera era su madre, y decir que no es que fuera como su madre, que no le recordaba a su madre, sino aludir a otra clase más íntima de ser, de reconocimiento y presencia.

Dice Marías: “A diferencia de otras clases de pensamiento, que sí son formas de conocimiento, el literario es más bien una forma de reconocimiento, para mí al menos. O dicho de una manera a la vez simple y enrevesada: es una forma de saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía. Acaso porque no podía expresarse. La literatura que a mí me interesa leer (prosigue el autor) —y por tanto intentar escribir— es muy variada. Pero toda participa de eso: no cuenta lo consabido, sino lo sólo sabido y a la vez ignorado. O, en menos palabras: sin poder explicarlo, cuenta el misterio.”

Si tuviera que elegir uno solo de los libros de Javier Marías, me quedaría con Mañana en la batalla piensa en mí. El primer amor nunca se olvida. Las primeras veces permanecen. El que pega primero, pega dos veces. La he leído en cuatro ocasiones y pronto volveré a hacerlo. Pero en realidad, no tengo por qué quedarme con sólo un título.

Más o menos cuando empecé a leer sus libros, el autor estaba publicando el primer tomo de su trilogía Tu rostro mañana. Me llevó tres o cuatro años ponerme prácticamente al día. En 2011 yo vivía en la Ciudad de México, con sus librerías a la vuelta de la esquina, cuando se anunció la salida de Los enamoramientos, su decimotercera novela; recuerdo que empecé a revisar las mesas de novedades casi a diario. Con la misma urgencia esperé Así empieza lo malo, Berta Isla y Tomás Nevinson.

Sé que las listas tipo “grandes hits” o “los cuarenta principales” son un gesto más histérico que crítico, más de coleccionista que de lector, pero si tuviera que hacer un top five, sería este: Mañana en la batalla piensa en mí, Corazón tan blanco, Mala índole, que reúne sus cuentos, Los enamoramientos y los ensayos de Vida del fantasma. Enseguida me doy cuenta de que faltan Todas las almas, la novela que inicia su ciclo de Oxford, el drama y la tormenta de la novela Así empieza lo malo, los retratos literarios de Vidas escritas.

Tampoco he mencionado aún sus artículos, como “¿Es usted el santo fantasma?”, que hace burla de una mala traducción de la expresión holy ghost, o “Lo que sucede y no sucede”, su discurso al recibir el Premio Rómulo Gallegos en 1995, que habla sobre la evanescencia de la verdad, de toda verdad histórica o personal, y la función de la ficción para comprender eso que falta, las sombras que nos dan forma, lo inexplicable y lo que no pasa, pero afecta a lo que pasa. Y muchos otros que ahora puedo reconocer como las primeras lecciones que recibió un joven aprendiz de escritor; ideas que no se me ocurrieron a mí, pero me quedaron desde el primer momento a la medida.

Tampoco he mencionado sus traducciones, o los libros de su editorial Reino de Redonda (Javier Marías practicó todos los pecados del letraherido); su vocación, que a los 16 años lo tenía ya escribiendo su primer intento en la novela, y que concretaría a los 19 con Los dominios del lobo; su compromiso con la literatura, que sostuvo durante más de 50 años, desde todos los frentes que supo cubrir; y su voz, peculiarísima, impronta de su inconfundible estilo, esa manera de respirar de sus novelas, esa capacidad del aire de estirarse para alcanzar pensamientos que están un poco más allá, y llegar a la percepción de lo que, no estando, está. Esa voz que resuena en mi cabeza, y a la que acudo a veces cuando no sé qué sigue, y que trato de imitar, o al menos de emular en su respiración, su libertad y su aire.

Poco después de la muerte de Javier Marías me propuse releer su obra, y llegar a aquellos libros suyos que aún no conozco. Uno por mes. Lo he cumplido. La única pausa que hice fue el mes pasado, cuando escribí este viaje en el tiempo, este homenaje. Las relecturas son otra forma de recuperar un fuelle que podemos sentir perdido y cuya vida, esa vida que nos prestan, justo ahora, en el extravío, de la escritura o de otra naturaleza, en esa falta de aliento, es justamente lo que necesitamos. Ese aire que en el reencuentro es siempre más aire.

Texto leído en el ciclo Presencias Tutelares, organizado por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Casa Estudio Cien Años de Soledad (3 de agosto de 2023).

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Luis Jorge Boone

Luis Jorge Boone es un escritor, poeta y ensayista mexicano nacido en Monclova, Coahuila, en 1977. Es conocido por su habilidad para manejar diversos géneros literarios. Su obra explora temas...

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