Pese a su relativa brevedad, Toda la soledad del centro de la Tierra, de Luis Jorge Boone, es una larga meditación sobre la humanidad perdida y avasallada por la violencia y la existencia de un pozo, esa “nada desesperante, hambrienta”, que se abre a no muchos kilómetros del villorrio donde se va deshilando una narración repartida entre la voz de un niño, el Chaparro, y una especie de contrapunto responsorial conformado por los ecos del pueblo vecino, diezmado sistemáticamente por comandos de un cártel del narcotráfico.
Por obra de esta oposición que se complementa y detalla en amplios trazos la tragedia colectiva, la novela sortea el reportaje tremendista que concitaría un tema real como la masacre y desaparición de más de trescientas personas de todas las edades en el municipio de Allende, Coahuila, entre los años 2011 y 2012. Con esto no quiero decir que el autor edulcore un hecho de esta magnitud, o que derive y se solace en el lirismo para evitar regodearse en la necesaria profusión de sangre y crueldad que involucra este episodio infame de nuestra historia reciente, sino que acude a una sobria estrategia en la que, mediante el empleo de cursivas para acotar y matizar el vocerío de difuntos, deudos y sobrevivientes de Los Arroyos, consigue asordinar el reclamo coral y que sus palabras perduren en tanto pieza literaria, sin desmedro de recrear algo mucho peor que un estado de sitio, en vista de que los lugareños nunca tuvieron manera de defenderse.
Acaso sea imposible entender la razón de esta parálisis, si por la insania y efectividad de los ataques o por la gratuidad con que se cometen, con la excusa inicial de que los criminales buscan a dos desertores de su bando, para más señas traidores que se apropian del pago de una venta de mercancía. Me atrevo a apuntar que los habitantes experimentan un terror profundo que los excede y que pareciera hipnotizarlos y maniatarlos hasta ver cumplida su muerte, la merezcan o no, como una presa deseosa de ser cobrada por su predador. Al permanecer como testigos del genocidio inmediato sin ser aún victimados, todos ellos reciben no un apunte del infierno próximo, sino el infierno como tal.
En cuanto a la educación en la oscuridad y el aislamiento en que se ensaya el Chaparro cuando juega al escondite con sus primos y se enclaustra en el ropero de una casa abandonada, sin cálculo de sus consecuencias, esta voluntad de oscurecerse nos prepara para entender la presencia del pozo como la del charco de sangre en el patio de la vecina próspera que cree hacerse cargo de los pecados del mundo al limpiar la mancha un par de veces, incapaz de entender que su destino es expandirse ominosamente tras el sacrificio de todas las víctimas que sus verdugos consideren necesarias. Por lo demás, la vinculación entre ambas entidades no podría ser más obvia: “El charco creciendo como si lo alimentara, desde debajo de la tierra, un manantial de venas mutiladas, un subsuelo de cuerpos destazados”.
Por presuntamente carecer de fondo y de espejo de agua, el pozo se impone aquí como metáfora de la muerte: resumidero, vertedero de vidas y lamentos. Inútil, riesgoso por su sola ubicación en medio de la nada desértica, podría pensarse que se materializa justo al iniciar la campaña de ataques, cuando en realidad ha estado allí todo el tiempo para curiosidad y solaz de la gente de aquellos parajes.
En todo caso, la acometida de la narcodelincuencia obliga a pensar en una proposición siniestra: que el pozo abduce al pueblo valiéndose en realidad de aquellos esbirros. En efecto, su destrucción metódica evoca un hoyo negro que barre y borra destinos de la faz de la Tierra, al tenor de un castigo bíblico que no olvida marcar las viviendas asignadas para el holocausto así sea con agujeros de bala, como un ritual inverso de la orden que Dios le dicta a Moisés de señalar con sangre de cordero las casas de la comunidad hebrea para que no caiga en ellas la plaga que se cernirá contra Egipto.
Causa pues escalofrío esta operación de desmontaje en serie, la disolvencia de un lugar por el simple hecho de poder hacerlo, distinto en cierto grado a ese afán de mundificación que se advierte en la forma en que la Corona española reprendió a los antagonistas de su proyecto colonizador como el vasco Lope de Aguirre, ordenando salar las tierras de su propiedad para volverlas infecundas, malditas en el sentido práctico; o cómo los nazis arrasaron vidas y moradas en Lídice, población cercana a Praga, en represalia por el atentado que acabó con la vida del jerarca Reinhard Heydrich. Mas aquí, ¿para qué aniquilar a un pueblo sin riqueza ni gracia ni grandeza ni en rigor culpa de nada?
Las personas dejan de pertenecerse al morir, según aprende el Chaparro al sumergirse en la soledad del ropero: se pierden para los demás y para sí mismas, como se lo adelanta su trato con la oscuridad, al punto de ignorar dónde tienen puestos los pies por no poder verse siquiera, pues se flota lejos de todo y no se está ni arriba ni abajo, y nada hay “de qué agarrarse para decir que ahí comienza lo que existe, que ahí se termina el sueño”. Aunque tomada de un contexto festivo, el de la novela Tres tristes tigres, esta cita de Guillermo Cabrera Infante viene a cuento para definir las exploraciones del menor, tanto en su entorno familiar como en Los Arroyos, lugar al que significativamente accede de noche: “Es asombrosa la cantidad de cosas que se pueden ver en la oscuridad cuando uno está dentro de ella”.
En este desplazamiento que eleva al personaje por una decisión que contrasta con la fatalidad quietista que congeló la voluntad de tantos mientras sus domicilios y cuerpos eran destripados, se extenderá el diálogo que Toda la soledad del centro de la Tierra había iniciado con la cuentística de Eduardo Antonio Parra, evidentemente con el icónico “El pozo”, hasta el universo rulfiano —acaso ya anunciado en el monólogo del Chaparro como deudor directo de “Macario”— con esos cuartos llenos de tiliches que conocíamos bien en Pedro Páramo y que aquí se atiborran, como naturalezas muertas contemporáneas, de aparatos electrónicos desconocidos en la época en que sitúa su novela el gran autor jalisciense. Ambos, Comala y Los Arroyos, son pueblos fantasmas en los que algunos seres vivos merodean o sobreviven aún en las ruinas de piezas con tiliches, chunches o cachivaches que nadie quiere porque perdieron valor afectivo y material.
De hecho, cuando narra en Estación Tula el éxodo de la gente que deja el terruño por el aislamiento al que lo confina el tendido lejano de las vías herradas del ferrocarril, el heraldo del progreso en el porfiriato, David Toscana enfatiza el modo cómo una vivienda se vacía y descabala a partir del momento en que se van llevando su menaje, esos objetos que se adquirieron con cariño y muchas veces con algún sacrificio económico para crear la noción y la funcionalidad de un hogar. No solo muere una casa así o sus artículos se malbaratan y vuelven lastre: la propia existencia de sus antiguos poseedores se vacía también, deja de tener sentido y huella para siempre.
El Chaparro no se perderá para sí mismo —ni para el lector— mientras se ate como de un hilo a esa voz con la que desarrolla su lúcido y entrañable discurso —cortesía de la profunda intuición de la naturaleza humana con la que Luis Jorge Boone nos sorprende en cada libro— y, de modo indirecto, da cuenta del destino de sus compueblanos. Una especie de hilo de plata que lo une así como al ancho mundo exterior a la historia del vecindario próximo —donde se encuentra el trazo de su origen, el eco de ese padre que nunca tuvo ni vio— condenado al interminable caer en la muerte que emblematiza el pozo sin fondo.
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