Cualquier Jerusalén
Es la ciudad que juré destruir
y ahora tú vives en ella.
Sacudí el polvo de mis sandalias al dejarla
—sacudí mi corazón hasta olvidar
las coces, el odio, el olor a muerte, los lamentos—
y ahora te escondes en sus calles de mi amor.
Cada noche sueño que llueve azufre sobre sus tejados
y rezo al despertar para que los muros de tu casa
sean fuertes y resistan.
Es el lugar al que escupo cuando escupo.
El mismo del que pido noticias
a los desconocidos.
Igual que el Rabí trenzó un látigo en el templo,
así escribo este poema.
Quiero que salgas a campo abierto
y verte libre otra vez sobre la tierra.
Quiero que huyas por caminos
iluminados por mi lámpara.
Que la ciudad sea arrasada por los ángeles
y tengas que volver, por fuerza, conmigo.
Pequeños cantos por las cenizas de la Mitteleuropa
En una colina
tres nazis estaban muy tristes
porque en los alrededores no quedaba
nadie a quien matar.
Ya no, hermanos de la Sangha.
(Perdonen los insultos del menor, la ausencia
del mayor, todo mi desprecio.)
Ya no escribo para ustedes, ya
no recuerdo
ni sus nombres.
Los escuché maldecir en alemán.
Pisotear las baldosas con su odio.
Crueles brujos rubios inventaron esta lengua
para confesar en ella
sus pensamientos más impuros.
Ya no, bikku, maestro amado:
te dejo mi cuenco y mi túnica, me llevo
mi palabra de seglar,
mis dichos de monje arrepentido.
Tampoco escribo para ti.
En Viena, bajo la lluvia, la catedral nos recordaba
que ninguna belleza podrá ocultar
el recuerdo de la matanza.
Ciudad negra, sin descanso:
cementerio de anónimos ahogados.
Madre, nunca lo intenté.
Nunca escribí para las misas,
los craquelados días del luto.
Tuve siempre otras palabras para ustedes
pero no eran poemas.
En los alpes de Suiza, la caída libre de los manantiales
ofrece el agua más pura y fría al caminante de la plaza.
Hijo, aquí detengo tu contemplación: aunque el paisaje te lo pida
no malgastes nunca tu ternura en asesinos.
Ya no, armada,
nunca volveré a pelear
una batalla: todas conducen al infierno.
Ya no canto pensando en regresar.
En este coliseo adoraban al diablo.
Donde antes despegaron zepelines, hoy un padre
mira a su hija saltar la cuerda.
El coro de un imperio roto entona
sin la mínima vergüenza
la música del error humano.
Alma mía,
has visto el dolor del mundo,
su miedo a que vuelva la locura,
su prisa por dormir y despertar.
Lo sabes: te lo dije: lo dije tantas veces:
Hablan a solas las blancas ciudades.
No escribiré más canciones como estas.
Ya no escribo para nadie.
Ya no escribo para ti.
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