Para Julián Herbert

Teníamos años sin vernos. Cuando salimos de la facultad, justo después de la graduación, nuestras vidas tomaron rumbos separados. Incluso en una ciudad tan chiquita como lo era Monclova en los años noventa, aquello de y entonces cada quien le siguió aparte con su rollo nombraba una separación definitiva. La gente se encuentra, claro que eso sucede, pero después de varias décadas, en otras vidas, cuando uno va en la cuarta o quinta reencarnación; cuando ya no se tiene nada en común, ni siquiera recuerdos, pues la memoria de cada quien se modifica a lo largo del tiempo, se redecora, se amolda a las necesidades personales, se individualiza hasta volverse incompatible con los recuerdos de nadie más.

Nos hicimos amigos desde el primer semestre a pesar de ser los lados opuestos de la moneda. Creo que ninguno lo perdió de vista, pero no importaba, al contrario, servía para no aburrirnos el uno del otro. Ese era el segundo intento de Donaldo por aprobar las materias, y su fama lo precedía: era un desmadre en todo sentido. Casi nunca iba a clases, llegaba a presentarse borracho o crudo a los exámenes, jamás tomaba a un profesor en serio. Dentro y fuera del salón, para él todo era un chiste. El común de las personas lo catalogaba fácilmente como un facineroso bueno para nada porque, bueno, porque lo era. Pero, aunque esta fuera la primera, la segunda e incluso la tercera opción cuerda para cada persona que lo llegaba a tratar, un pequeño detalle impedía desecharlo tan rápido: era un cabrón encantador.

Su sentido del humor se movía en todas direcciones: contaba chistes sin importarle si venían al caso o no, hacía toda clase de bromas y siempre lograba una reacción favorable, se burlaba de sí mismo con una gracia que lo blindaba. Tenía un pegue con las mujeres que resultaba casi absoluto. Donde ponía el ojo etcétera. No era para nada ambicioso, pero en las pocas cosas que llegaba a querer para él, le salía lo terco. No se las daba de poseer una gran cultura, pero le gustaba conversar con quien se pusiera a tiro; sabía escuchar y acompañar monólogos, discutir con amabilidad y asentir honestamente. Poseía, sobre todo, un ritmo. Un ritmo natural. Un acomodo inmediato con las circunstancias, fueran las que fueran. Ahora lo veo claro. Todo él no era sino un beat sostenido e hipnótico.

Por mi parte, yo era un matado: de promedios perfectos, pocas palabras, asistencia impecable, de esos de llegar temprano y salir tarde, cumplir, mantener becas y promedios, concentrarse en objetivos, ignorar ambos lados del camino, como los caballos lecheros, y por lo mismo ver pasar el mundo desde la barrera. Es una paradoja ese asunto del estudio. Entraña la suposición de que quien más se desentienda del mundo es quien mejor se desenvolverá en él cuando llegue el momento en que el futuro lo alcance. Eso somos, los aplicados, un montón de muchachos colgados del clavo ardiendo de la teoría.

Así, el bribón y el estudioso cursaron la carrera dándose la mano para sobrevivir. Nueve semestres completos de cooperación nuncamente pacífica. Con ese cabrón todo era, ya lo dije, un desmadre.

Quizá escribo esto para decir que la caída libre que es en realidad el camino hacia la madurez tiene una ventaja: si dos objetos la emprenden al mismo tiempo, tienen muchas posibilidades de encontrarse antes de alcanzar el suelo. Y así pasó.

Faltaban seis meses más o menos para que me animara a salirme de casa de mis padres. Ellos habían perdido ya la paciencia esperando que se me pasara lo de querer dedicarme a escribir; no veían el día en que presentara mi solicitud para conseguir trabajo en Altos Hornos de México, la empresa donde mi papá trabajaba desde hacía más de treinta años como electricista, la misma que sustentaba dos terceras partes de la economía de toda la región centro del estado de Coahuila. Según el plan de mi jefe, a mí me tocaba ocupar un lugar en el departamento administrativo. Para mí, la siderúrgica era un monstruo de construcciones ahumadas que se extendía durante kilómetros a un costado de la ciudad, un lugar caliente como la chingada donde adelantabas materias de las que todos vamos a cursar en el infierno. Para él, se trataba del futuro perfecto. Nunca pudimos conciliar opiniones en el tema.

Fue una época de iniciaciones varias para mí. Me encontraba preparando mi participación en el primer encuentro de escritores de mi vida; a toro pasado, hoy puedo decir que mi intervención fue una pérdida total sin opción de reembolso pero, en la cresta de aquella inicial espera, me sentía exultante. Empezaba una larga lista de insubordinaciones necesarias que llevaba dejando para mejor momento desde la adolescencia. Amistades, novias, costumbres, proyectos y sueños guajiros que no sólo no recibirían la bendición de mis progenitores, sino que llegarían a escandalizarlos. Por primera vez en mi vida, nada de lo que hacía estaba pensado para complacer a alguien. Estaba en camino de entender algo que para mí era un koan, a medias acertijo místico, a medias pregunta al vacío: ¿acaso también yo podía recibir satisfacciones de mí mismo?

El asunto empezó una tarde calurosa, un día antes de que pasara por mí la comitiva que venía de Saltillo rumbo al encuentro literario en Sonora. Me encontraba caminando por las banquetas del centro de la ciudad; justo en el momento en que cruzaba la calle para aprovechar la escasa sombra que muy apenas producían las achaparradas construcciones, escuché un claxon. El ruido repercutió con insistencia desde la avenida que acababa de dejar atrás, luego se detuvo para dejar sonar mi nombre.

O mi apellido, más bien. Casi todo el mundo me habla por mi apellido.

Era Donaldo. Asomaba medio brazo por fuera de la misma camioneta destartalada y ruidosa en la que solía llegar a la universidad. Regresé a la avenida y, en lo que duró el rojo del semáforo de la plaza, expresamos con hombría el gusto por toparnos de nuevo: preguntamos lo de cajón, eso de y tú dónde te metes, respondimos donde siempre, y coincidimos en pues ya cámbiale, chingao. Quedamos de vernos a mi regreso, dentro de una semana. Donaldo dijo que pasaría a buscarme entonces para tomarnos algo.

Cuando se encendió el verde y me quedé solo estaba seguro de que no nos veríamos de nuevo. Recordé el inmenso talento que tenía mi amigo para prometer y hacer planes, sin que al parecer el cumplimiento de tales cosas tuviera nada que ver con él. Él mismo era el portavoz de una persona que nunca sería. Un excelente publirrelacionista sin empresa qué respaldar. Un político nato. Puro pájaro nalgón.

Pero esa vez cumplió.

El encuentro de escritores, que da para otro cuento que no quiero escribir porque es un lugar bastante común, vino y se fue. Un par de días después de mi regreso, la imagen del hijo pródigo se completaba ante los ojos parentales, y en medio de la ley del hielo mi cuerpo intentaba metabolizar el silencio desaprobador y las miradas perdonavidas de quienes, sospechaba, planeaban desheredarme hasta de su código genético. En eso estábamos, empantanados en ningún proyecto, cuando un claxon conocido sonó en la calle.

—Bueno, ahí nos vemos.

Últimamente era costumbre que mis padres no reaccionara ni a favor ni en contra a mis llegadas y salidas, a no ser que rebobinaran la diatriba que todos conocíamos de sobra: un remix bastante chafa integrado por “ya te vas otra vez”, “donde andes en alguna chingadera”, “esos cabrones ni son tus amigos”.

Pero esa era Historia antigua. Mis padres solían ver mal a todas mis compañías, fueran quienes fueran, y Donaldo encabezaba su lista negra. En los tiempos de la universidad, le perorata que mi mamá traía de moda era:

—Mijo, ese bueno para nada se aprovecha de que dizque son amigos para que le pases los trabajos finales y lo apuntes en los equipos aunque ni se pare en la casa cuando se juntan a trabajar. Es un abusón. Y tú un pendejo por dejarlo.

Ella nunca tuvo conocimiento de que el pendejo también le pasaba el 90% de los exámenes al abusón y que bien seguido les echaba un rollo a los profes, aprovechando mi capital de alumno cumplidor y honrado, para que le justificaran las inasistencias.

—Él no es amigo. Tú sí eres su amigo. Y yo sé que tú lo quieres, pero lo que no es parejo no sirve, mijo, entiende.

La reciprocidad: esa ecuación de nueve incógnitas con triple salto mortal: nadie la resuelve: y si la resuelve, el resultado es desalentador: se baja el cero y no contiene. La balanza siempre ha de ladearse. Siempre. El equilibrio, la justeza, no existen en la amistad.

—Acuérdate: no son amigos. Tú sí eres amigo suyo. Él no es nada tuyo. Y con todo y todo yo sé que lo quieres. Ay, hijito, estás bien güey.

Y si lo sabía, entonces, ¿qué esperaba de mí? Donaldo era mi compa del alma. Lo adoraba.

Durante la carrera él me había presentado un horizonte de posibilidades no sólo inédito, sino desterrado de mi vida por decreto familiar. En el primer semestre las carnes asadas ocurrían con rigurosa periodicidad, cada quince días, aunque en principio se anunciaran como sesiones de estudio. Su padrinaje me abrió las puertas al equipo de beisbol del salón, donde la mayoría de los jugadores eran malhechores y repitentes, y entre los que yo desentonaba gacho, porque era malísimo. La primera borrachera en tercer semestre, luego de un año y fracción de resistencia de mi parte a beber, y después de ser un seguidor absoluto del voto que abstención alcohólica que mi papá tenía por su mayor virtud. Con la guía generosa de Donaldo le entré a la cerveza, moneda corriente de las convivencias. La primera visita a la zona, el primer teibol, el primer privado, que él se encargó de elegir y pagar a mis espaldas. No todos los héroes usan capa, y la verdad es que ni se necesita para congalear.

Lo cierto es que el bato tenía una ventaja genealógica: era el nieto estrella del dueño de los mejores prostíbulos de la sonaja. Una ocasión, cuando pasamos los exámenes, celebramos en el rancho de su abuelo. Auditoría III y Seminario de Proyectos Financieros, las materias más perras de la retícula ese periodo, impartidas por dos pendejazos cuya ambición era reprobar a todo el salón; y casi lo lograron, sólo la mitad nos salvamos. Salir indemne de semejante carnicería amertiaba armar pachanga. Donaldo nos dijo que ahí estaba el rancho del viejón Barrientos, padrote conocido en la región y héroe moral de más de una generación de varones.

Mi amigo se preocupó por todo. Cuando llegamos, los trabajadores ya habían preparado el asador y la alberca. Nos dejaron solos y se fueron a sus labores. Donaldo y los demás repitentes invitaron a un grupo de amigas suyas que estudiaban Contaduría dos semestres delante de nosotros; si los huevones de mis compañeros no hubieran recursado, estarían a punto de graduarse con ellas. El caso fue que terminé con una, la Lore, en una de las recámaras de la casa. Era una morena de trasero prominente que ponía pocos reparos para quitarse la ropa. Pero el destino no es paradójico sino parajódico: está para jodernos. Ni la culona ni yo traíamos condones. 

En un acto desesperado, salí a la velocidad del rayo de la habitación con la excusa malhecha de ir a buscar al último de los mohicanos a la guantera de mi carro. Y cuál: yo no había llegado manejando, sino de copiloto en la camioneta de Donaldo.

Casi toda la raza se había dispersado. Imaginé que los más afortunados estarían intentando un acoplamiento en los carros que yacían dispersos a la entrada, o en uno de los cuatro o cinco cuartos que tenían cama. Me sentía un idiota por desperdiciar un leonero legendario. De rancho un poco, de picadero bastante más, pensé; estaba claro desde el principio, y yo no iba preparado, qué güey. Lamenté mi suerte, tuve miedo del rumor que al día siguiente se extendería por toda la facultad acerca de mi hombría. Vi unas mecedoras de fierro en un extremo del porche y me senté en una de ellas. Seguramente encarnaba con todo esplendor la figura patética, miserable que sentía que era.

A unos veinte metros se alzaba un tejabán que resguardaba del sol y la lluvia suministros y maquinaria; lo vi al llegar, cuando bajamos de la camioneta. Ahora estaba oscuro ahí abajo, pero alcancé a reconocer una silueta. Caminaba despacio, fumaba, arrastraba con despreocupación las botas sobre la tierra. Al principio, la brasa del cigarro parecía flotar en el fondo de la noche del campo. Llevaba sombrero. Un Resistol blanco mucho más elegante que el que usaba a diario para ir a la escuela.

Subió un pie al escalón del porche y el casquillo en la punta del calzado destelló bajo la luz lunar. Me preguntó cómo iba. Mal, le dije. Por. Tengo una chava esperándome adentro y no traigo con qué. ¿Cuál?, ¿la Jimena? No, Lore. Pensé que me tocaba a mí… ah qué vieja cabrona, se la pasó calentándome el bolier, dijo al aire, y yo me quedé callado. Le dio una fumada al cigarro y no supe qué contestar. Pasaron cinco segundos que se extendieron en la noche, sin resultar incómodos, como si les creciera un eco, de ida y vuelta. Está reloca, dijo y tiró la colilla para pisarla. ¿Y qué, quieres que te preste la riata? No sería él si no aprovechaba el viaje. No mames, protesté, ¿carrilla ahorita? Pérame, dijo, y dando media vuelta regresó a la oscuridad del tejabán para volver salir de voladita. Ahora caminaba con más prisa.

Ten, me puso un condón en la mano. ¿Y tú?, ¿vas a necesitar…? Vale madre, me atajó, y me palmeó el hombro. Órale compadre, vaya y cumpla.

Nunca me refirió ese paro. Jamás. No lo usó ni para humillarme, ni se lo dijo a nadie ―o al menos nunca me enteré, pero si lo hubiera contado por ahí, estoy cierto que la raza es demasiado culerilla como para aguantarse las ganas de hacerme la burla más duradera de mi vida―. Lo vi alejarse. En lugar de volver al tejabán, se encaminó hacia el grupito que hacía guardia a un lado del asador, ese que siempre rola una guitarra en la que cada uno sólo sabe tocar una canción, y que parece que todos los presentes desean mantener el fuego encendido todo lo que se pueda con el puro sortilegio callado de quedársele viendo a las brasas hasta que el sol vuelva a asomarse.

Dale, yo te echo porras. Eso no te lo dice cualquiera. Y tal vez para él no era gran cosa, pero ciertos actos funcionan como lentes de microscopio, pues lo que es insignificante en un extremo, en el otro aparece como un prodigio enorme.

Donaldo se casó un año antes de terminar la carrera. Fui a la boda. Mismo rancho, otra vez de rai, pero con Edgar y Vasconcelos, picher y cacher estrellas del equipo, un par de mafiosos a quienes también llegué a querer bastante.

A partir de entonces mi amigo faltó todavía más, pero el atenuante del matrimonio y el trabajo que recién había encontrado en una maquiladora ablandaba a los maestros, les hablaba en su idioma. Yo ya no tenía que mentir en su nombre.

Cuando llegaba a ir a clases, Donaldo se quejaba de cosas distintas. Tenía otras pláticas, ya casi no contaba chistes, se quedaba viendo los pasillos vacíos sin decir nada, no se quedaba a los juegos de beis. La verdad es que dejé de entenderlo. Me hablaba de su supervisor, sus compañeros en la línea, su suegro, los hermanos de su mujer, las nuevas fuerzas adversas que lo acosaban y lo jodían, boicoteando a diario su carácter despreocupado.

Si de plano llegaba muy molesto, se ponía a criticar a su esposa. La había conocido en una fiesta de otra facultad, algo así, nunca supe, pero ella estudiaba ingeniería industrial. No podía decirle a mi amigo nada útil, nada más lo dejaba desahogarse, aunque sus monólogos eran amargos y me parecían tediosos y exasperantes, contrastantes con su anterior capacidad de encontrarle el lado divertido a los regaños de los maestros, a los exámenes extraordinarios.

Aproveché una pausa en uno de sus discursos de marido novato y oprimido y le pregunté que entonces por qué canijos se había casado. O bueno, por qué con ella. Su respuesta me pareció banal y tonta. Abrió un abismo entre nosotros, me hizo separarlo en mi fuero interno de la vida valiosa, el instinto de supervivencia y la cordura. Es cabrona, me dijo, e hizo una pausa demasiado larga. Cuando yo ya ni esperaba que le siguiera, se explayó:

—Es que es como yo. No: es peor que yo. Y eso encula, compadre.

—Entonces andas en esa bonita etapa que le llaman “el enculamiento” —apunté para aligerar el momento.

—De veras de veras —repitió, enclochado, sin pescar la broma.

A huevo, rematé, sin tener la mínima idea de qué chingados hablaba, y empecé a cruzar el abismo, hacia la orilla a la que yo pertenecía, dejándolo encandilado con su orgullo satisfecho y su premio mayor en la rifa del tigre, allá, en la soledad estúpida de quienes se ayuntan por pura férrea terquedad, por razones indescifrables.

—Toca celebrar, compadre, este pedo va para largo —me esperaba afuera de la casa, con el motor encendido, rumbando.

Apenas subí a la camioneta, Donaldo metió primera; en media cuadra aceleró lo suficiente para meter el tercer cambio. El cielo estaba pardeando. Él había estado tomando desde la tardecita, me dijo, desde que salió del hospital, para ser exactos. Su hijo nació ese mediodía.

Tenía días libres en el trabajo y su suegra se iba a quedar con la recién parida y el recién nacido. Neta que así dijo. Era agente libre. Enfilamos rumbo al centro de Monclova. Era martes, y nadie podía esperar gran cosa de ningún local dedicado al sano esparcimiento del table dance, pero él no se iba a dejar bocabajear. Era papá nuevo. Tenía un heredero, así dijo, y había que festejar.

No pudimos llegar en peor momento. El Zeppelin estaba a oscuras. Nos estacionamos frente a la entrada. El portero casi casi nos abrazó, y se veía que ganas le sobraban de cargarnos hasta la mesa. Se fue la luz, patrón, aclaró, pero ya va a empezar la variedad. La salida de emergencia estaba abierta de par en par; por el hueco, un carro asomaba la trompa y apuntaba sus luces delanteras a la pasarela, haciendo brillar el tubo cromado. Con las portezuelas abiertas, el autoestéreo inundó de golpe el local con un aspaviento de guitarras. Una balada a todo volumen anunciaba que las cosas estaban por mejorar.

Vaciamos las primeras botellas en el más denso desaliento. O suena lógico que lo hayamos hecho, pero el caso es que no fue tan así. Remontando la corriente de lo que se anunciaba como una noche desabrida de a madre, bridamos por el heredero y nos reímos del tino tan chueco que teníamos para celebrar. Entonces, una canción más movida, de bajo profundo y sax que parecía avanzar como una víbora entre las sillas vacías del local, anunció con pulso de francotirador la entrada de Priscila, que nos acompaña, sólo por esta noche, desde Tierra Caliente.

Y caliente se puso mi compadre. Así, sin transición, como corresponde en esos casos en que el teibol nos transforma a todos en personajes de película de pulquería.

Mira nomás. Anda infeliz. Que nalgotras partes no nos hemos visto. Apachurro y despanzurro: aquí está tu apá y aquí está tu churro.

Así, entre leperadas aliteradas y manifestaciones de una desviada pero sincera admiración sexual, Priscila hizo remontar el marcador de la noche. La verdad es que estaba bien armada para lograrlo. La condenada portaba un arsenal. Meneaba unas caderas imponentes; la música parecía deslizarse, dócil, por sus salvajes curvas; las notas resbalaban como aceite aromático por la silueta de sus meneos. Sus piernas poseían la fuerza suficiente y la elasticidad necesaria para sujetarse del tubo, cabeza abajo, sin manos, y terminar la maniobra con un esplit perfecto y una sonrisa que convencía al más rejego. Sus pechos amenazaban con salirse del brasier. Lo cumplieron: llegó la ronda del encuere y saltaron, majestuosos, a perfumar el aire. Cuando el dj pidió un aplauso del respetable, le dijimos, ¿pos cuál?, si nomás estamos mi compadre y yo.

Priscila era un forro, sí, pero su principal atributo es que no dejaba de sonreír. Le valía absolutamente quiote el estado de jodidez del desahuciado congal. Parecía inmune a las carencias que la rodeaban. Tenía los ojos achinados, dientes perfectos y rasgos finos. Y era feliz, putos, miren… o eso parecía gritarle al mundo.

Donaldo pidió que se la trajeran. Íbamos a ordenar apenas la segunda cubeta y el pedo que se traía mi amigo ya era evidente. De hecho, le llevaba una alevosa delantera al mío. Él había arrancado antes, y era costumbre que me integrara a su circuito cuando me llevaba unas cuantas vueltas de ventaja. Yo nada más le seguía la corriente. Total: era seguro pasar con él un buen rato.

La teibolera se acomodó en una silla que el mesero ubicó estratégicamente en medio de nosotros. Era lo más prudente. Quien pide no necesariamente es quien va a consumir. No por fuerza quien paga es quien malluga.

Priscila pidió un whiskey e inmediatamente después pidió mano: se me colgó del hombro y brindó con mi compadre. Podía sentir la tenue onda de vapor que brotaba de su cuerpo. Por su pierna transitaban dos erráticas gotitas de sudor. La combinación de perfume afrutado y olor animal me golpeó las gónadas. Recargó su seno izquierdo en mi antebrazo, un peso cargado de un misterio por todos conocido. Una vez terminado su número, había procedido a ponerse de nuevo el conjunto que la cubría. Medias negras, ropa interior a juego, un breve chaleco de motociclista y una minifalda que no tapaba nada. Ahora las ves y ahora no. Y uno cae, qué más.

Priscila estaba ebria o volada. Su lema era: estás bien guapo, me gustas, ¿quieres un privado? Pero tenía norteado el instinto. Donaldo, al ver que la intención de venta no iba inicialmente dirigida a él, se puso a bravuconear con el mesero, quien lo escuchaba con paciencia y festejaba sus chistes.

—La cosa es con él. Él paga —le dije a la muchacha, y sentí un cortocircuito que anunciaba que mi cuerpo no le iba a perdonar la traición a mi cerebro.

—No le hace. Está hasta las chanclas y a mí me gustas tú.

—La neta no traigo lana.

—Eso se arregla.

Se acercó a Donaldo, lo jaló del cuello de la camisa a cuadros que llevaba y le habló al oído mientras le pasaba una mano mañosa por puntos estratégicos.

Él, a su vez, le puso una mano sobre la pierna desnuda y se apartó un poco, adelantándose en su silla. Me miró sin parpadear. Volteó a verla a ella, así de cerquita como la tenía, le dio un beso en la mejilla, uno recatado, casi santo, y la despidió agitando la mano como si espantara una mosca. Priscila se levantó sin darle importancia al gesto y echó a caminar hacia las cabinas, arrastrando tras su estela de cachondería mi dócil humanidad.

—Dijo que tres, así que me puedes tocar toda, y encueradita —dijo cuando ya nada más le faltaba despojarse de la tanga y el brasier.

Luego, nada, lo de cajón: toca, juega y aprende.

Años más tarde, durante una despedida de soltero en el mismo Zeppelin, el lugar de los grandes eventos, Donaldo volvió a tener la mala pata de llegar tarde a la repartición.

—Me gustó Blancanieves —me dijo, justo en el momento en que, del lado contrario de la pista, la hijastra de la reina malvada se sentaba en las piernas de, mira qué pinche casualidad, el gerente regional de operaciones de Takata, donde Donaldo trabajaba. Mi amigo había dejado la línea de producción y ahora estaba en las oficinas. 

Noche de disfraces. Princesas de cuento. Ese era el tema, o algo igual de festivo.

Donaldo se alejó del grupo con el que íbamos, ocho o nueve amigos, para hablar con el mesero. Volvió y me dijo con tono victorioso:

—El inge me debe varios favores. Vas a ver. Le mandé decir que esa que tiene es la muchacha que quiero, que me la mande. Ahorita vas a ver.

El gerente, un calvo de traje azul claro, se levantó desde el otro lado de la pista, gritó durante medio minuto, de tal suerte que el ruidazo no nos dejó escuchar nada, con una expresión afable, casi sonriendo, armado con ademanes de presentación de powerpoint, y manos firmes, como de junta general. Se sentó de nuevo, una mueca le jaló el lado derecho de la boca, sonrió chueco, y abrazó a Blancanieves. Zangoloteándola de un lado a otro, le abrió el disfraz y dejó que las pequeñas tetas pálidas de la chica rebotaran libres para enseguida sambutir la cara entre ellas.

La expresión confiada de Donaldo no varió ni por un momento. Nada de cejas alzadas por la sorpresa o un indignado ceño fruncido. Recurrió a celebrar la ocurrencia y listo. El resto de la despedida siguió bebiendo y haciendo bromas al pobre cabrón que iba al matrimonio con paso seguro y expresión feliz, como vaca al matadero, ninguno sabe lo que le espera. Ríete mientras puedes. Córrele ahora que hay chanza. Carcajadas generales. ¡Salud!

Cuando regresé a la mesa la primera vez, Donaldo tenido medio cuerpo por la puerta del conductor del carro que sustituía a la cabina de sonido. El dj debía llevar un rato poniendo canciones para complacer a mi amigo, sin que nadie las aprovechara en la pasarela. Yo apenas en ese momento volvía a acordarme que tenía otros sentidos, además de la vista y el tacto. En el congal andaban escasos de personal, aclaró el barman cuando le encargué más tragos, cerveza y whiskey. Ahora él debía hacer de mesero, porque el único que estaba de turno no se le separaba a mi amigo, que ahora, habiendo abierto el cofre del carro, dictaba alguna oscura cátedra automotriz al joven, que miraba el motor con una mirada deseosa de encontrarle sentido al caos.

Priscila era más joven de lo que aparentaba. Le calculé unos veinte, veintidós años. Aunque es cierto que mis habilidades para las ciencias exactas disminuían esa noche a pasos agigantados. De lejos, hizo de nuevo señas a Donaldo y le volvió a sonsacar unos privados. Yo nada más aflojaba y cooperaba.

Cuando regresé a la mesa por segunda vez, la cuenta estaba pagada y Donaldo me esperaba en la puerta.

—Estaba igualita a Pati Navidad —dijo, metió las llaves, arrancó ahogando el motor, luego lo forzó hasta alcanzar el tercer cambio en media cuadra—. Estaba batallando para saber a quién me recordaba. Pero sí, esa mera, la morra es igualita.

Se lanzó a describir sus virtudes, mientras mantenía un dominio perfecto sobre el vehículo. Sobriedad a través de la máquina. Dejé de oírlo, el retrato hablado resultaba innecesario para mí que la había cateado en repetidas ocasiones, pero no dije nada. Al ver que tomábamos la carretera a San Buenaventura, le pregunté que ahora para dónde jalaríamos.

—Tengo algo importante qué hacer. Vamos, ¿no?

Pues vamos.

El Siete de Oros era el salón de hasta el fondo de la calle. Famoso por su atención al cliente y porque había de todo. Era uno de los locales fundacionales de la zona de tolerancia de Monclova, y el viejón Barrientos andaba casi siempre rondando por ahí, atento al negocio y sus alrededores, cuidando el flujo de la mercancía y la hechura de las cuentas. Pero su nieto sabía que últimamente se aventaba una que otra falta. Nunca supe por qué yerros, culpa de mi amigo, con toda certeza, no se podían encontrar ahí él y su abuelo frente a frente; el caso es que, al parecer, Donaldo sólo podía pasearse a sus anchas en el local durante las ausencias del mero mero.

Llegamos y fue como si hubiera llegado el rey de Inglaterra. Tres rondas de tequila aparecieron en nuestra mesa, una tras otra. Ni chanza daban de reposar la garganta.

Donaldo se portaba a la altura, combinaba las rutas críticas de un anfitrión echado para adelante con las de un niño chiflado al que todos consecuentaban. Era ambos. Conocía nombre y apodo de todo el personal. Ordenó cubetas de cerveza e hizo que nos mandaran traer unos lonches de barbacoa del puesto que estaba a un lado del estacionamiento. Dos teiboleras de alto rango lo escoltaron en sus travesías de reconocimiento por las distintas zonas del congal. La barra, la pista, las mesas del fondo, la trastienda. Un mesero se le acercó y le habló al oído, él lo volteó a ver, muy serio, y asintió firme con la cabeza. Luego subió la cabina de sonido y anunció el siguiente show de la noche, con fingida voz cavernosa y gracia natural: y ahora, con ustedes, bola de calientes, una tapatía que los pondrá como burros en pri-ma-veraaaaa… una rubia de infarto, una güerita de esas meras, diosa del sexo, aplaudan cabrones, aplaudan si quieren que los lleve a conocer el cielito lindo, ay güeeey, desde Guadalajara para el mundo, Alexaaaaa.

De nuevo la danza en dos tiempos. Meneos futuristas y Venus en lencería.

Mientras Donaldo observaba desde su posición privilegiada, la mentada Alexa mostró la mercancía: una belleza fría, ajena a cualquier desprecio, segura de su pichada, libre de la gravedad, pero como emputada, sin la mínima sonrisa, como si fingir que se divertía no formara parte de su chamba. Bailaba y miraba a lo lejos, hacia los límites físicos del tugurio, incluso más allá de las paredes, parecía que pensaba con fuerza y concentración en algo; miraba a lo lejos como quien mira hacia adentro. Era, me dio la impresión, una furia contenida lo que trataba de dispersar, o de mantener a raya. Pensé que esa clase de mujeres quizá le hacían mal al negocio, pero me callé el hocico cuando vi la reacción del respetable. La presencia de la güera convertía a todos en changos.

Pero mi amigo no. Se mantenía aparte. Sin dejarse contagiar por la llama de la mujer, una fuerza distinta lo acaloraba. Las luces parpadeantes no conseguían enmascarar la tensión, el deseo y el enojo que lo consumían. ¿Qué chingados tría? Cuando entramos al Siete de Oros, mientras Donaldo se pavoneaba, un tipo se había mantenido alejado de él todo el tiempo, detrás de la barra. No era el cantinero, ni el cajero. Nada más estaba ahí, de pie, vigilante. En algún momento escuché que le decían Sireno, y al instante entendí la razón: tenía un tatuaje en el pecho, enmarcado por la camisa desabotonada, una mujer con unos pechos del tamaño de la luna y una cabellera abundante, con cola de pescado.

El Sireno no le quitaba los ojos de encima a Donaldo.

Debo aclarar que el cabrón me dejó solo casi desde el momento en que entramos. Aunque también es cierto que me siguieron atendiendo poca madre. Las muchachas desfilaban y tiro por viaje se acercaban conmigo a echarse una platicadita con arrimón incluido. Los meseros mantenían el caballito a rebosar y la cerveza disponible; me prometieron traer más tarde unos tacos de carne asada de un puesto cercano, están con madre. Dije que no, gracias. Los lonches de barbacoa me habían llenado. Insistieron.

Nada más la mirada reseca del Sireno. La mirada disgustada, culera del Sireno.

De pronto, fue como si todo lo que estuviera contenido en ese lugar, personal, parroquianos, teiboleras, música, colores, silloncitos, botellas, todo, se acelerara. Dejé de ver a Donaldo, no me di cuenta a qué horas bajó de la cabina. Alexa había dejado el escenario hacía rato y una morena siliconada por donde se viera la sustituía. El graderío enloqueció. El alcohol no dejaba de trasegar a lo bestia. Gente entraba y salía de los privados. Yo me notaba cada vez más borracho, así, a puro pulso. Los meseros no pelaban a nadie. La música se volvió electrónica y las luces, líquidas. El aire se tornó denso. El Sireno había dejado su lugar detrás de la barra, cerca de los cartones vacíos, y presentí que esa ausencia era el verdadero signo de que a todo, en escasos segundos, se lo iba a cargar la puritita pistola.

Antes de que alcanzara a ponerme de pie, Donaldo salió a toda prisa por la puerta de los camerinos, disimilada tras un cortinaje pesado, como de telón de teatro, al fondo del local. Me jaló la camisa; segunda vez que me pasaba esa noche, segunda vez que me dejé conducir como mono de trapo. Porque lo era. Parecíamos un cliente necio sacado a la fuerza por el sacaborrachos. Iba a protestar por la violencia innecesaria pero noté sus ojos muy abiertos, su expresión tensa, la boca cerrada con fuerza. Mejor cooperé. Total, no me faltaba experiencia. Vámonos, ordenó, vámonos ya a la verga. Nomás eso, una y otra vez hasta que al fin salimos del Siete de Oros, atravesamos media zona y llegamos al estacionamiento.

No dijimos ni una palabra mientras tomábamos el camino de terracería que llega a la carretera 57. Escuchamos nuestras respiraciones, pesadas, continuas, como si el aire doliera. Cuando pasamos la garita volteé a ver atrás. A través del parabrisas trasero apareció la figura osezna del Sireno que salía corriendo tras nosotros, con algo en la mano, podía ser un bate o un rifle. Lo que fuera, me hizo voltear a ver a mi amigo, que aceleró como si el poserío aquél fuera autopista. No mames, písale, grité. Cuando volteé de nuevo reconocí que otras sombras habían alcanzado al Sireno, rodeándolo; luego el polvo y la noche no me dejaron ver más. Lo más probable es que volvieran a entrar.

—¿Pues a qué vinimos, cabrón?

Se tomó su tiempo para contestar. Oprimió el encendedor del tablero, esperó a que la resistencia se calentara y encendió un cigarro que sepa la chingada a qué horas se puso entre los dientes. Me maravilló que el accesorio funcionara. Pero hay cosas que son más necesarias que el tacómetro y el faro delantero derecho. Bajó la ventanilla para echar el humo afuera.

—Tenía que hacer una cosa. Pero ya. Listo. Ya quedó. Ya se chingó. 

Le valió dejarme en las mismas, enseguida se enclochó:

—Es que hay cosas que uno tiene que dejar de hacer. Pero ya. De veras. Ya está.

Me sentía con derecho de saber qué onda y decidí sacarle algo, lo que fuera:

—¿Tienes broncas con ese güey?

—Él tiene broncas conmigo.

No estaba dispuesto a soltarme nada. Alcanzamos la carretera. A esa hora estaba desierta, rodeada del monte, y la hierba, y los mezquites solitarios que de cuando en cuando aparecen a un lado del camino.

—¿Por?

Esta vez la respuesta no tardó nada:

—Cree que el Siete es suyo. Siempre me está poniendo en mal con el viejón. Dos años se tardó en llegar a donde quería, el cabrón, y ya no lo va a soltar. Piensa que todas las viejas son suyas. Está rependejo, compadre, ¿me oíste?, pendejo y dos rayitas más.

Vimos el letrero de bienvenidos a Ciudad Frontera y decidí preguntarle a qué habíamos ido.

—Tenía algo qué hacer. Era que ya no, de plano, nunca. Pero así son las viejas. Cuando no quieren entender no entienden.

Alcanzamos el primer semáforo. Pensé que la luz ámbar ya estaría en intermitente, pero el rojo y el verde se turnaban, tomándose su tiempo, fomentaban la fluidez de un tráfico que no existía en ningún lugar de la ciudad a esa hora.

—La güera es brava. Nomás no entiende razones. Así es desde que éramos morritos. Pero ya. Hay cosas que nomás no pueden ser. Es que uno anda ya en otra cosa. Ya no es lo mismo.

Tiró la colilla del cigarro hacia el camellón. A mano izquierda, una patrulla dio vuelta en la esquina, perdiéndose en una de las callecitas que se adentran en la colonia Ferrocarrilera. Las luces de la torreta se encendieron sin motivo. Parpadearon hasta que los reflejos se disolvieron en la oscuridad.

—Y está pero si que bien zurrado el bato. El Siete me toca. Si no para qué chingados tanta vuelta y tanta barba. Va a ser de mi jefe y luego va a ser mío. Entonces sí, a la chingada el Sireno —ya iba con vuelo, no necesité picarlo más—. ¿Quién se cree ese pendejo? Yo crecí en el Siete. La vi cuando recién llegó. Ultimadamente la vieja es mía y yo me aparezco y me desaparezco cuando se me hinche mi chingada gana. Para eso uno es quien es. ¿O qué?

Pasaron pocos minutos, luego nos detuvimos en casa de mis papás. A oscuras, como el resto de la colonia, como la ciudad entera. Dentro, seguro, alguien se tronaba los dedos pensando en los motivos para hacérmela de emoción apenas entrara, haciendo calistenia para leerme la cartilla y enseñarme el padre nuestro.

—Gasté un chingo, compadre. No sé qué voy a hacer para reponerlo. Pero ni pedo —nos dimos la mano y bajé de la camioneta; antes de cerrar la puerta, dijo—: Me voy a echar un baño y de regreso al hospital. Entonces qué, ¿nos vemos la semana que entra?

El recién nacido. Ya se me había olvidado. Creo que a él también. Qué celebración ni qué nada. Aquello parecía una despedida de algo, de un tiempo, de alguien.

Entré en la casa. Nadie me esperaba, pero igual no me atreví a encender la luz.

Pasaron meses para que nos pudiéramos ver de nuevo. Luego fueron años. Luego más años todavía. Aunque Donaldo siempre sostuvo que le iba a toda madre en el trabajo, una vez, justo cuando me preguntaba qué había pasado con él, me buscó para que le prestara una lana. Yo ahí la iba librando. Daba un taller en la biblioteca Pape, impartía clases de lo que cayera en universidades chafas, escribía. Ya no vivía con mis papás desde hacía mucho. Me había ganado una beca para terminar mi primera novela. Tenía un libro de cuentos publicado. Llegó por mi, platicamos un rato y enfilamos para el centro. Saqué lo que tenía en el cajero. Él me esperaba en la tartana, con el motor rumbando. Se lo entregué y me juró por sus hijos que me pagaría a fin de mes. Le creí. Luego me dejó en la casita que yo rentaba cerca de la alameda y, a partir de entonces, vernos fue de plano como intentar poner orden en oriente medio. No era mucho dinero en realidad, pero el cabrón nunca me pagó. Primero me dio largas, me pidió que lo aguantara unos meses más. Cada que le cobraba, él me invitaba a tomarnos algo, se ofrecía a hacerme una carne asada, pero el plan siempre se frustraba por alguna razón, no importaba cuál. Fíjate que me tocó doblar turno en la chamba. Qué crees que me salió un viaje a Eagle Pass. Compadre, se enfermó mi abuelita. Luego se empezó a esconder. Dizque su esposa no lo dejaba salir y lo traía asoleado. Una vez me hizo el cuento de que estaba enfermo del hígado. Al último ya ni se esforzó, nomás desapareció. Ni hablar. Archivé la deuda como cuenta incobrable y la amistad como definitivamente perdida. Yo adoraba a ese cabrón, quería un chingo a ese pinche trinquetero de mierda, a ese desvergonzado que jaló parejo conmigo hasta que ya no. Cuando me acuerdo me da coraje y le miento la madre. Siempre le respondí y él terminó haciéndose guaje. A veces me da por pensar que es dinero bien empleado el que se pierde por un amigo, aunque sea para saber que lo que un día fue, no será, como bien dice el príncipe de la canción.

Hay personas del pasado a quienes te empeñas en volver a ver, una y otra vez. Te gustaría tenerlos como actores fijos en el reparto de tus amistades, en tus reuniones de fin de semana. Personas con las que te niegas a perder contacto aunque hacerlo signifique romper de maneras bruscas y antinaturales la rutina, que a final de cuentas es la base de nuestra vida, el avatar más honesto de nuestra identidad. Insistimos en ellas aunque ya no tengamos mucho en común, prácticamente nada de qué hablar salvo evocar un tiempo que cada vez se ve más borroso, nada salvo tomarse un trago con los fantasmas que aún comparten.

Hay que saber cuándo soltarlos. Como a una maleta llena de ropa que ya no te queda ni va contigo. Pantalones en los que no entras, camisetas de un color que te das cuenta que detestas, zapatos que te exigen cortarte cuatro dedos. Deshacerse del bulto es sencillo, pero el corazón se te parte sólo de pensarlo. Dejar la maleta sobre una banca del parque. Olvidarla en un sitio lejano y correr lejos y arrancar en segunda y no volver la vista atrás. Abandonarla en un andén. Soltarla. Alejarse despacio, sin voltear a mirar, no, por última vez. Si lo hiciéramos, de todos modos ya no podríamos encontrarla. La habríamos perdido sin remedio. La marea de personas que sube a los autobuses se la ha tragado. Alguien presintió que contenía algo que necesitaba o iba a necesitar en un momento de su vida futura. Alguien la recogió y ahora piensa en qué encontrará cuando la abra. ¿Lo ves? No es la maleta la que se queda sola. Nosotros sí.

Fue antes del préstamo, en una de las últimas pachangas que compartimos. La inauguración de mi departamento. El primero que tenía fuera del dominio absolutista de quienes me alimentaron y amaron, y aunque me haya ido lo siguen haciendo, en más de un sentido. Junté a mis cuates y le dimos hasta las seis de la mañana. Era gente del taller literario que coordinaba, amigos de la universidad y conocidos recientes. En total, unos doce güeyes. Donaldo no conocía a ninguno, aunque el cabrón no tardó nada en echárselos a la bolsa. No creo que nunca pierda esa gracia. Pero a media fiesta desapareció. Serían como las dos. Alguien me preguntó si acostumbraba irse así, sin decir agua va. Nos pusimos a buscarlo y terminamos en dos minutos. El baño, la cocina, la recámara, el minibalcón, las escaleras, los pasillos. Nada. Bajé a la calle y no había rastro de la camioneta. Al regresar dije que después de todo no se me hacía tan rato, si le entraron ganas de irse, se fue y ya; era un bato con cero resistencia a sus propios impulsos, con una gran capacidad de organización cuando se trataba del desmadre. Sabía aprovechar el tiempo, y su plan era siempre el mismo: agarrar la jarra más cañona posible, y que el resto del mundo le echara porras y no se le atravesara en el camino.

Nos olvidamos del asunto y le seguimos.

Pasaron casi dos años para que escuchara de su ronco pecho lo qué había pasado. Según Donaldo, salió a buscar más cerveza y se estrelló contra un poste a cuatro o cinco cuadras del depa. El megaputazo lo dejó hecho mierda y le puso un ojo morado. Llegó la patrulla, lo llevaron a los separos y pasó la noche ahí. Su esposa tuvo que ir a sacarlo. Al otro día era el bautizo de su segundo hijo. Me contó, riéndose, que de camino a su casa su mujer le decía que si por ella fuera nomás lo sacaba para que estuviera en la iglesia y en la fiesta, que atendiera a los invitados y cuidara a los niños que iban a andar desatados, e inmediatamente lo regresaba al bote para que le fincaran responsabilidades por daños en la propiedad pública. La multa no fue lo más caro, aclaró, luego tuve que arreglarme con el lic para que ahí muriera. Ya me imagino la gritería, las burlas de los polis cuando vieron la cara de la esposa que viene a sacar de los separos al borracho con el que se casó: “si quiere, quédese, don, aquí adentro le va a ir mejor”.

Que yo sepa, en la colonia ningún poste sufrió daños por ese entonces. El encontronazo pudo pasar, pero lejos del depa. O, si sucedió, quizá no fue con un poste del alumbrado público, sino con la persona imponente y mamadísima de un pelafustán ofendido y con demasiados gusanos mentales en la cabeza; tal vez no se trató de un choque, sino del combate final con un némesis cuyo emblema era una mujer con cola de pescado y tetas tamaño kingsize;  el ajuste de cuentas de un matón al que aunque algún acomedido le quitara el rifle nunca se quedaba desarmado pues, según las pruebas imaginarias que fui reuniendo con el paso de los años, pegaba como burro encabronado.

Le pregunté si había terminado otra vez en el Siete de Oros. Me ignoró. Las viejas son cabronas, le dije usando como anzuelo sus propias palabras, pero uno es carne flaca, ¿o no, pinche compadre? A huevo, respondió, a hueeeeevo…, él mismo era la cámara de resonancia de sus palabras, como si necesitara agregar efectos a su voz para terminar de creérsela. 

—No son parejas, quieren todas las canicas. Y por canicas digo las bolas del bato que se les antoje. Lo que es de aquí para allá no es de allá para acá. Como el azadón, compadre, todo para acá, todo todo para acá.

Yo bien que lo sabía: él no quería una cosa pareja, sino que todo fuera para él, que todo se moviera a su ritmo y con el rumbo que él marcara. La voz de mi mamá se columpió en mi cabeza en ese momento: Siempre hay uno que, aunque te dice que sí, no es tu amigo de veras, siempre hay quien que se va a aprovechar de ti a lo descarado. Es la ley del oeste. Cuídate, hijito, no seas pendejo. La ley de la vida. Te van a chingar. Es el destino. Yo nomás te lo digo porque te quiero.

Me mandó al chosto cuando le pregunté si había buscado a su novia teibolera. De todas formas, la sonrisa que apareció en su rostro, fugaz, tenue, delataba de recuerdos difíciles de olvidar. Negó con el dedo. Ni madre. Un movimiento oscilatorio y definitivo. Le dije que hacía mucho que no íbamos al Zeppelin, que a ver cuándo. Tenía ganas de acordarme de Priscila, o de Blancanieves, por aquello de que contar es volver a vivir, pero no me hizo caso. Quería acordarme de Lore, que intercambiáramos anécdotas venéreas, ese territorio de claroscuros tan propicio a la autoexaltación y la leyenda, tan inmediato a la nostalgia. Quería quedarme quieto en un rincón cálido de mi memoria, un rato nada más, que al cabo no hace daño.

—Hay cosas que nomás no —volvió la burra al trigo, y enseguida me dio la razón en algo—: Pero es cierto que uno en cualquier gancho se atora. Pero no. No. No. Ya no me vuelvas a preguntar. Oye, está buena la plática, ahora… mucho jijiji y jajaja, pero déjame contarte, necesito que me eches la mano. Compadre, ¿no tendrás una lana que me prestes?

Le dije que sí, luego le pregunté por el ojo. Que dizque se había metido un madrazo con el volante. De camino al cajero me contó que en las fotos del bautizo sale con un moretón marca diablo, crudo, lampareado por el flash. Además, se madreó el hombro izquierdo. Casi no podía mover el brazo. Le quedó, de hecho, un dolor que no se iba, dijo. Pero eso sí quién sabe cómo pasó, dijo muy seguro. Pienso en su mujer. Es cabrona, según testimonios. Imagino las fotografías. Donaldo sale en las fotos con el mismo saco arrugado y el mismo sombrero con el que fue a mi fiesta. El cabestrillo azul oscuro hace juego. Dijo que las fotos de ese álbum nunca las enseñan. Nunca las vi. Pero eso no impide que pueda evocarlas como si hubiera sido yo quien las tomó.

Texto originalmente publicado en Figuras humanas (Alfaguara, 2019).
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Luis Jorge Boone

Luis Jorge Boone es un escritor, poeta y ensayista mexicano nacido en Monclova, Coahuila, en 1977. Es conocido por su habilidad para manejar diversos géneros literarios. Su obra explora temas...

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