Miguel Maldonado
Guantes
Los pulpos son los guantes del mar.
Ramón Gómez de la Serna
Advertencia: estos breves textos se escribieron bajo una sola preceptiva: todos tienen exactamente 280 caracteres, el límite de espacio que permite un mensaje de Twitter. Si ese es su límite espacial, su límite temporal —es decir su tempo— es sobre todo la ironía.
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Rara vez se enamora un guante del otro. Sufren si la persona que los lleva no se frota las manos, el único modo que tienen de besarse; para lograrlo, se ponen fríos, así la obligan a frotarse. La mayoría de las veces, los tiran por friolentos. A ellos, a los más fogosos de todos.
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Hay manos que llevan solo un guante, lo llevan en la mano deforme. Al otro guante la soledad del cajón lo enloquece —los guantes impares no sobreviven sanos sin su pareja—, y desea que la otra mano también se deforme o que de menos se queme, y así lo lleven de la mano con su par.
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Obligado a hacerlo, el ladrón usa los guantes con desgana, lo suyo no es el guante y la pipa. Algunos guantes se avergüenzan de sí mismos y durante el robo se rasgan las vestiduras, dejando huellas. Al resolverse el crimen, nadie agradece la pequeña rebeldía que hay en las cosas.
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El guante izquierdo mantiene sólo un sueño: que la mano que lo lleve sea zurda y así poder gozar los privilegios del guante derecho. Ignora lo que se siente escribir una carta, apretar un muslo, lanzar un beso, marcar el teléfono con la mano temblorosa y escuchar la voz anhelada.
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Los guantes quirúrgicos desean una vida mejor, como todas las cosas que hacen el trabajo sucio. Sueñan con ser guantes de seda y asistir a las cenas. Creen que están cerca de su sueño cuando los llevan a la cocina: no saben que también los cocineros usan látex para no ensuciarse.
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La mano deforme, cubierta de día por un guante, admira el brillo en la piel desnuda de la mano buena, “mano de pianista”, así le dice a la brillante. Daría uno de sus dedos por ser como ella. Pero si lo hiciera, sería de nuevo una mano deforme que habría que cubrir con un guante.
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Hay manos que llevan sólo un guante, lo llevan en la mano mala, cubriendo una deformidad. La mano que habita bajo el guante, admira la piel desnuda de la mano buena, mano de pianista, le dice. Daría uno de sus dedos por ser ella, pero si lo hiciera, sería de nuevo una mano mala.
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Los guantes de Mike Tyson han sufrido más heridas que mandíbulas han roto, sus esponjas sin aire y ajados textiles tiemblan ante el sonido de una campana. En el reino de los guantes, duermen el sueño de los justos bajo silenciosas almohadas, que nunca nadie más perturbe su soñar.
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Los guantes de Rita Hayworth han sido los más provocativos. Gracias a la manera sensual en que Rita se los quitaba, cayeron varios galanes. La seducción consistía en quitarlos lentamente, dedo por dedo. Y los guantes, cada segundo con más ganas de acariciar, terminaban aventados.
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Los guantes de electricista se creen los más estorbosos. Al ver que después de ponérselos siempre se necesitan pinzas, culpan a su gordura de que las personas no puedan maniobrar libremente con ellos, sin usar pinzas. Nos admiran, creen que a pesar de ser inservibles, los amamos.
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En cuanto descubren los trucos, los guantes del mago dejan de creer en la magia. De todos los guantes sólo ellos pierden la inocencia en la primera puesta. Viven desilusionados: creyendo que alguien sopla para hacer el viento y que las flores brotan del tallo como de un sombrero.
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El guante izquierdo tiene un sólo sueño: que se lo ponga una mano zurda, y así poder gozar los privilegios del guante derecho: ignora lo que se siente escribir una carta o deslizar una caricia. También nosotros ignoramos a qué saben los besos que se mandan con una mano izquierda.