Abraham Truxillo
Monólogo de la sardina
Mis hermanos no maldicen nuestra existencia y se alimentan, como yo, del dios Plancton que sobreabunda; pero tire usted una pedrada a la pescadería y sin duda cenará a uno de mis parientes.
Es cierto que gozamos del bien supremo de ser parte de la onda, segunda naturaleza del agua, vuelo que se antoja propulsión inexplicable. Somos la piel más sensible del mar, corriente en la corriente. Sin embargo, yo no quiero el destino que se me ha asignado. ¡Desde mi pequeñez maldigo a los faraones de la pirámide alimenticia!
Mis hermanos afirman, para consolarme, que la foca y la ballena nos veneran antes del banquete, que somos dioses de los otros. Pero esto yo no lo creo
Cangrejo violinista
Los violinistas disponen la existencia para la armonía. Nacen prendidos al instrumento del que no han de separarse salvo por violencia extrema. Hijos de Neptuno Stradivari han poblado las playas: ahora las embelesan con sus acordes en las noches predichas.
La mayor parte del año, el violinista —que nunca da la espalda— depura en soledad la técnica del arco, ejercita sus compases. De vez en cuando es visto, silencioso, en la ribera. Por las noches sale a alimentarse de restos tumefactos, despojos del mundo carnicero del que se aparta. Su pobreza es una voluntad de estilo; nutre su música con cada nota de lo real.
Al llegar la primavera es posible disfrutar la plenitud de su talento: surge de su cueva para interpretar. Toca de memoria, sus ojos de anatomía periscópica le dan un aire de ministro con prismáticos. Si una dama se acerca a su puerta y entra, el violinista calla tras ella. El resto de la noche ejecutan en la alcoba una pieza única.
Aunque sus ritos de amor son un misterio, se sabe que algunos violinistas no lograrán emparejarse. Se quedan solos por falta de pericia o mala estrella. Es entonces que suceden altercados: dos resentidos tañen el vals de las tenazas, ensucian sus levitas, se toman, se persiguen hasta que hay uno vencido; a veces ocurre algo pavoroso, alguien pierde el instrumento, le es arrancado brutalmente.
En estos casos el perdedor vuelve a su guarida y espera mientras la extremidad restante crece, se fortalece y toma la apariencia del violín perdido. Mas nunca llega a igualarlo, ni fascina con su temple a nadie. Al contrario, deshonra al músico como un instrumento desafinado hasta el fin.
Almeja
La sugerencia cuadra (triangula) a la primera superposición: desnuda sobre una concha aparece Venus, nacida del espumeante esperma de Saturno. Las líneas que bajan por la superficie radiada de dos caparazones finalizan sobre un pequeño monte de algas.
La protuberancia que se forma en el vértice es también vórtice. Estas correspondencias no deberían reducirse –como en Botticelli– a la fácil imagen de una virgen de pie sobre una gran valva. Los pescadores del Mediterráneo las buscaron más interesados en perlas que en alimento o erotismo. En la imaginación de las eras se les asocia con el hallazgo de una joya.
Esa alma en su interior (almeja) les otorga un prestigio de riqueza, aunque su encuentro sea más bien extraordinario. Hoy día una corporación ha visto en la almeja el símbolo de la naturaleza rendida en hidrocarburo. ¡Heráldica fósil del progreso! Mientras resulta de buen gusto como tema en los baños patriarcales, nos invita a imaginar derrames de petróleo digerido en los intestinos del globo.
La almeja nos permite entablar un diálogo culinario, ajeno a las vicisitudes de la locomoción y el oleaje. Su testimonio inspira sueños ascéticos en playas de todo el mundo. Como si fuera poca su cerrazón, la almeja decide además habitar bajo los blandos sedimentos de lodo. Ahí se dirige una vez al año donde su reproducción ocurre con majestuosa indiferencia. Después de algunos días, las larvas se convierten en pequeños abanicos de calcio que continuarán el ciclo.
Si bien el apetito afrodisiaco no ha dudado en consumirlas vivas y escaldadas, podemos estar seguros de que su firmeza sobrepasa siempre las cocinas capitalistas. No obstante, su vida monótona, la almeja posee a sus pies –inexistentes– toda una constelación de simbolismo: la perla se esconde bajo una coraza de nácar que es necesario rendir, el olfato y el tacto se arroban al encuentro, un gusto de pulpa marina devuelve las almas otra vez al mar.
¿Por qué las deidades patrocinan tales coincidencias en sus latifundios? No lo sabemos.
Gusano de mar
Se trata de la proyección de un yo y también de una retaguardia que se impulsa: todos los que ha sido están juntos para impelerlo a la vez. Con todo, el gusano se experimenta a sí mismo como una potencia final: no es consciente de la cauda total de su historia. En ningún espejo puede formarse una idea veraz de su horario y volumen.
¿Qué nos enseña esta soga animal?
Cómo prolongarnos en capas de tiempo, de la conciencia atrofiada que despierta cuando la muerte cierra la vida en un único circulo posible. Los yos alineados del gusano coinciden mientras mira hacia atrás y contempla atónito su historia. Por mucho que se ha dado por hecho que recuerda lo ocurrido y especula sobre el porvenir, también se cree que el sentido temporal acontecería de manera inversa en su consciencia: recordaría el futuro y olvidaría el presente a cada momento.
El gusano se adelantaría así a una experiencia que todo lo existente vivirá: tan pronto como el universo deje de expandirse, empezará a encogerse; los vectores totales del cosmos se invertirán; el tiempo se repetirá en sentido contrario; antes que nosotros, nuestros hijos llegarán al mundo; como Benjamin Button moriremos inmaculados y sin recuerdos; el humo se precipitará sobre el cigarro; el polluelo se emparedará en el huevo, y el gusano de mar volverá a su nacimiento, como todo lo que muere.
Mantarraya
Al fisiculturismo dentado de su primo más cercano, el tiburón, la mantarraya responde con la certeza de un lanzador de jabalina. Este fantasma de las profundidades amedrenta y disuade provocadores con un látigo que es también daga ponzoñosa.
Para la especie, es costumbre luchar por la hembra y el amor punza. Se entenderá que la primavera no sea fácil para la mantarraya. Como todos vienen armados, ojos nadan por el agua, dientes se sumergen en el desmemoriado fondo, el mar se enturbia con duelos de honor. Aun así, él intenta morderla siempre con ternura de la aleta y prenderse a ella como dos hojas bajo el agua.
La imaginación de los indios caribes concibió un apocalipsis de montañas tragadas por el mar donde las mantarrayas vuelan junto a olvidados templos sumergidos. De acuerdo con una versión apócrifa y desacreditada recientemente por el mismo Homero, Odiseo vuelve a Ítaca –una segunda vez– sólo para hallar la muerte a manos de Telégono, su hijo, quien lo abrocheta con una lanza de cola de mantarraya. En una épica más dudosa, es fama que cierto narcotraficante mexicano calza exclusivas botas de piel de mantarraya diablo.