
No hay un camino definitivo para convertirse en escritor, ni siquiera una definición consensuada sobre el oficio, pero estoy seguro de que la vida de Luis Jorge Boone es lo más cercano que podemos encontrar; lo más aspiracional, desde su precoz interés por la lectura hasta sus múltiples publicaciones y reconocimientos. Su extensa y profunda obra, que abraza todas las disciplinas literarias, es una huella tangible de su dedicación y amor por la escritura, y que trataremos de desnudar en esta conversación.
¿Cuáles fueron tus primeras aproximaciones a la literatura? Supongo, claro, que primero como lector y después como escritor.
Yo siempre cuento la historia de esta manera: mi primer gran influencia en los libros, en la lectura, fue mi abuela. A ella, siendo una exobrera de Altos Hornos de México, una de las primeras mujeres obreras en Coahuila, le gustaba mucho leer, le gustaban los cómics. Leía el Pájaro Loco, Archie, La pequeña Lulú, pero también Superman, Batman, Spider-Man. Ella me acercó a este material cuando yo iba a su casa. Era una señora que le gustaba mucho el silencio, que disfrutaba mucho de la compañía; nunca quería que te fueras de su casa. Y yo disfrutaba mucho estar allí, porque yo apreciaba el silencio también. Entonces se ponía con mi papá a ver un juego de beisbol, porque era muy beisbolera, y yo me ponía a hojear sus cómics. Esas fueron mis primeras lecturas.
Después descubrí las bibliotecas públicas, la biblioteca de mi primaria, de mi secundaria, la Biblioteca Harold R. Pape, que es una fundación cultural privada abierta al público, y ahí leí muchísimo. De alguna manera empecé con la poesía a los doce años. Leía a Pablo Neruda, por ejemplo. Leí La divina comedia gracias a mi maestra de español, en segundo de secundaria. Yo estaba maravillado con todas esas cosas. Fue un camino que no tuvo retorno. Al mismo tiempo que empecé a leer poemas, empecé a escribirlos, porque la forma del verso tiene algo, esta cosa como completa e incompleta a la vez. No es la línea entera, pero es un cachito que ya condensa todo un mundo, no hay que decir más, está rodeado de silencio, son palabras que hablan en voz baja, que susurran lo más importante.
Me di cuenta de que todo se hacía con versos y palabras, que todo se podía traducir a una experiencia estética. Fue la manera en la que, digamos, esto explotó, se fue hacia otros lugares. De ahí en adelante me di cuenta de lo que era la poesía, la novela, el cuento, incluso el cómic: maneras de contar historias, de hablar del mundo, y que me interesaban todas ellas.
Empiezas como poeta, ¿cómo visualizas hoy esa poesía temprana? ¿Cómo ves Legión, por ejemplo, tu primera publicación, con todo este recorrido y madurez en tu escritura?
Trato de verme a mí mismo con compasión, porque solemos pensar que ser estricto, o incluso ser medio carnicero con los textos propios, es una manera muy elevada de disciplina, o una crítica a prueba de balas. Recuerdo que cuando era muy joven escuché a alguien decir: «el sacrificio de los primogénitos siempre es aconsejable cuando uno es escritor»; por tanto, hay que borrarlos, despreciarlos, dejarlos fuera.
Pero para un proyecto en el que trabajé hace unos meses, un proyecto en vías de publicación, revisé mis primeros cinco libros de poemas. Es decir, lo que publiqué hasta antes de los treinta años. en orden de escritura son Galería de armas rotas, Legión, Material de ciegos, Novela y Traducción a lengua extraña. Me pareció un ejercicio muy enriquecedor, sobre todo porque no sentí la necesidad de maltratarme, ni de despreciar a aquel muchacho que yo fui y que ya no soy, pero que de alguna manera forma parte de mí.
Este muchacho que tenía los ojos llenos de ilusión y los versos le resonaban por todos lados, y era un clavado y un admirador de la poesía, y vivía en un lugar donde no había mucha gente con quién hablar de esto. Entonces consideré mucho su circunstancia y le tengo aprecio, su experiencia ocupa un lugar central para mí. Le agradezco el nunca haberse rajado. Fue una época de mucho aprendizaje, de mucha expresión, de desenfreno y hambre por decir cosas, de una gran necesidad, de gastar un combustible que ya no uso. Uno va cambiando de combustible conforme a la edad, pero entiendo a ese muchacho y sé cuáles eran sus aspiraciones y sé por qué dijo lo que dijo.
Quizá ahora ya no lo comparto tanto, quizá ahora ya no lo haría igual. Sería muy fácil para mí, y además muy soberbio, borrarlo y decir no, ya no soy aquél, no piensen en mí como alguien que fue ese muchacho de veintiún años. Para terminar la respuesta, yo siempre he sido un poeta y me considero un poeta que escribe en varios géneros, que escribe narrativa, el cuento me encanta, la novela es un reto para mí, muy enriquecedor y abrumador. El ensayo es también una necesidad, ¿no? Pero a mí la escritura me la enseñó la poesía.
Alguna vez Eduardo Antonio Parra comentó que él se tuvo que mudar de Monterrey a la Ciudad de México para publicar en editoriales importantes, como Ediciones Era. ¿Tú te vas de Coahuila por esta misma razón?
Me salí de Coahuila por la beca de la Fundación para las Letras Mexicanas. Yo había tenido una beca del fonca y en aquel entonces te citaban para firmar el convenio en la Ciudad de México. Fue la primera vez que viajé a la Ciudad de México; descubrí las librerías, a las personas que se sentaban en un café a hablar sobre poesía, me subí al metro por primera vez con mis amigos. Fue un abrirse a la vida, salir del rancho, y te lo digo porque yo soy de rancho, o de pueblo, si se quiere, fui criado totalmente en una ciudad chiquita chiquita. No había mucho lugar hacia dónde crecer, esa era la verdad.
Monclova, incluso ahorita, con toda la conectividad, las compras en línea, las librerías virtuales, etcétera, sigue estando muy aislado, sigue siendo muy acotada la actividad. Imagínate hace treinta años: sentía uno que estaba en el fin del mundo.
Aquí quiero nombrar a Julián Herbert, mi hermano mayor, mi familia. Por azares del destino nos conocimos y ahí empezó una historia que es central en mi vida. Me siento agradecido por todas las cosas que Julián ha hecho y sigue haciendo por mí; él me ofreció su amistad y me ayudó a sacar la cabeza de Monclova, me salvó la vida. Me enseñó que había otras cosas, me guio. Cuando tuve la beca de Jóvenes Creadores del FONCA, me tocó con autores a los que yo ya leía y admiraba. Coincidí con Hernán Bravo Varela, con María Baranda y Eduardo Hurtado, que fueron nuestros tutores; fue una experiencia muy emocionante. Vivirla me cambió totalmente.
Regresé a Monclova y seguí trabajando, pero sólo estaba buscando un pretexto para irme. Tiempo después llegué a la Ciudad de México con la Fundación para Letras Mexicanas y ahí es cuando dije: se me hace que ya no voy a regresar. Esta serie de aprendizajes, posibilidades de trabajo, las librerías a la mano, estas relaciones de amistad y profesionales entre colegas, esta oportunidad de aprender, este ambiente favorable para escribir, ya no quise perderlo.
Tus primeros cinco libros son de poesía. Después viene La noche caníbal, una colección de cuentos. ¿Por qué das este salto a la narrativa? ¿Necesidad? ¿Curiosidad hacia otros géneros?
Creo que es una mezcla de varias cosas. Siempre puedo echarle la culpa a que no tuve un maestro que me guiara desde el principio. Para mí todas las lecturas valían igual, incluso los cómics. Yo entraba a las bibliotecas y tenía que escoger solo. Podía agarrar un libro de difusión científica sobre el canto de las ballenas, y después leía los poemas de Neruda o de Rosario Castellanos, que eran desgarradores y amorosos, y de pronto te echaban a volar y te ponían a pensar y te enseñaban ese tormento de la emoción adulta, ese dramatismo al que yo, obviamente, me dirigía, del que participaría en algún momento. También leía los cuentos de Juan José Arreola, de Ray Bradbury, leía ciencia ficción y literatura fantástica. No tenía una guía. Leía lo que cayera en mis manos. Me ponía a buscar qué título llamaba mi atención y lo hojeaba, y si me convencía, lo empezaba a leer.
¿Es así como terminas escribiendo en todas estas disciplinas?
Creo que también se debe a una aspiración. Me fascinan esos escritores que son varias cosas a la vez, como Borges, ese es mi gran ejemplo, junto con José Emilio Pacheco, con quien tuve la oportunidad de platicar de esto alguna vez, en una feria de Oaxaca, donde nos conocimos y empezamos a conversar incluso desde antes de subirnos al avión. Era un tipo generosísimo, cercanísimo. Pero, en fin, Borges y Pacheco tienen esta cosa: son autores múltiples: no son una isla o un país, son continentes. Estos señores hicieron cuentos y poemas, críticas y ensayos. Fueron profesores, como Borges y, en el caso de José Emilio, un columnista dueño de un conocimiento amplísimo, lo mismo hacía crónica cultural, investigaba la historia, que traducía y hablaba de libros y autores muy diversos. Entonces, esa multiplicidad a mí siempre me llamó la atención.
Hubo una cosa que me dijo José Emilio Pacheco aquella vez que platicamos, que se me quedó marcada. Le dije algo así como: quiero agradecerte porque, siendo yo muy joven, leí Las batallas en el desierto y enseguida No me preguntes cómo pasa el tiempo, y después leí tus cuentos, y ser consciente de que todo lo escribió el mismo autor, para mí fue un trancazo. Quería decirle que su ejemplo me permitió desatar esta parte mía, gracias a él entendí que no tenía que elegir un solo género. Y me dijo algo muy bonito: «tú y yo vamos a hacer siempre escritores divididos, porque difícilmente alguien nos va a leer todo».
Me contó que tenía amigos para quienes él solamente era poeta; que otros amigos únicamente leían sus libros de narrativa, que había personas que solamente lo conocían por sus columnas; me dijo que quizá nadie nos va a poder leer completos, y eso está bien. Me dijo: «tú sé todos los autores que quieres ser y deja que la gente escoja». Y aquí me tienes, haciéndole caso.
¿Escritores divididos? Me gusta. Oye, escribes Cavernas y finalmente llegas a Era, y ahora mismo también publicas en Alfaguara, en Siruela, entre otras. ¿Cómo cambia tu carrera literaria una vez que das el gran paso de publicar en editoriales de prestigio?
Uno siempre está pensando que el próximo paso te va a arreglar la vida. Uno cree en eso, confía en eso. Recuerdo que, incluso, los premios para mí eran muy importantes, porque pensaba: me va a caer una lana y además el prestigio del premio y el libro tendrá una vida más fácil. Veía todas estas cosas positivas. Y crees que ya nada más entrando a esa editorial se acabaron tus problemas, o tu carrera va a despegar en serio y nunca más vas a volver a tener broncas.
Pero después te das cuenta de que casi todos los regalos son regalos envenenados; es decir, todos llegan con su dificultad, y te enteras de que, en realidad, el premio, la publicación, la reseña positiva, la invitación, el viaje a presentar tu libro, el encuentro de escritores, todas estas cosas que te permiten socializar tu escritura, en primer lugar, no tiene nada que ver con escribir. El ejercicio de la escritura es tú solo con tus contenidos y experiencias.
También aprendí, a base de caerme, de desengañarme, de que en realidad cada pequeño logro no tenía que ser la gran solución de nada, sino que eran pequeños pasos en mi carrera, cada uno tiene su gracia, ciertamente, pero ninguno me facilitaría el resto del camino.
Me fui dando cuenta de que uno escribe porque le gusta escribir, porque le gusta encontrarse en ese momento de soledad; ese es el momento que busco, el momento en que todo parece encaminarse hacia donde debe, uno donde se conecta lo que antes estaba incomunicado, en el que se alcanza, sin saber cómo, un cierto estado de gracia. Pero digamos que en «el mundo flotante», usando esta expresión japonesa, en el mundo de la veleidad y el vacio, en el mundo de las apariencias, en el Saṃsāra, el mundo los cambios y del sufrimiento, llegas a una editorial, haces el esfuerzo, tu libro se mueve, pero de pronto hay cosas que no se consiguen.
Sabemos que es una competencia muy dura, que el dinero se acaba, que el próximo libro sigue siendo igual de difícil de escribir, igual de difícil de publicar. Eso lo he aprendido y aún no termino, sigo aprendiendo a no esperar tanto de las cosas, a no sobrecargarlas y no montar el potrillo antes de que nazca, porque cuando llega esa experiencia no vas a poder disfrutarla por tantas expectativas que creaste en torno a ella. Lo mejor es abordar cada momento con lo bueno que tiene, y estar también abierto a lo malo.
Pero más allá de las falsas expectativas, sigue siendo una gran aspiración para muchos escritores, ¿no? Publicar en una gran editorial…
Claro, para mí estar en Era es estar en la editorial donde leí a Eduardo Antonio Parra, a Carlos Fuentes, a Gabriel García Márquez, a Elena Poniatowska, a José Emilio Pacheco. Para mí eso era lo importante, estar junto a ellos. Igual en Alfaguara, es la editorial de Javier Marías, estar ahí es un guiño a esas pequeñas aspiraciones juveniles que puede uno seguir teniendo.
Pero, ciertamente, no son la solución de nada, uno entra y sale, uno está y al rato puede no estar. El siguiente libro, como decía, sigue siendo igual de difícil de escribir y publicar. Pero, la verdad, veo mis libros y digo: nos ha ido bien, o al menos no tan mal —risas.
Precisamente llegas a Alfaguara con Figuras humanas, este extenso collage de cuentos y poemas. Alguna vez te escuché decir que era la obra de tu vida, la obra que encerraba gran parte de lo que habías trabajado como escritor. ¿La sigues viendo así a siete, ocho años de su publicación?
Salió en 2016, lo terminé en 2015. Pero ya no lo veo así. ¿Sabes cómo nació Figuras humanas? Hay muchas cosas que le debo a Iván Trejo, mi mejor amigo de muchos años, mi editor, la voz de mi conciencia, mi freno, el que me regañaba. Alguna vez, en Mazatlán, después de presentar un libro, estábamos cenando frente al mar, en el Malecón, y me dijo: «ya tienes que hacer un libro grandote, tienes que hacer un libro donde dejes todo, donde metas toda la carne al asador, porque creo que todavía no lo has hecho». Le pregunté qué me sugería y me respondió: «haz tu novela grande». Y, como soy muy contreras, le dije a Iván: «¿Sabes qué? Te voy a hacer caso, cabrón.
Voy a hacer un libro con un gran entramado de cosas, los temas que me interesan, lo que me mueve, no me voy a quedar con nada afuera, pero va a ser un libro de cuentos». Iván me dijo: «Ah, chingao, haz lo que quieras» —risas—. Figuras humanas fue eso.?
Un libro con diecinueve textos, con el que estaba muy satisfecho, porque pude sostenerlo, me rompí el lomo para hacer los cuentos, fue una tarea de introspección muy grande, un trabajo que aceptaron en Alfaguara y me tuvo muy contento un par de años, pero después dije, bueno, ya pasó, qué sigue. Eso es lo que pasa cuando se escribe, uno se pregunta cosas, y busca formas de no aburrirse de uno mismo.
Creo que por eso siempre estamos escribiendo algo más. Te diría que la respuesta va cambiando, porque los últimos libros tienen ese encanto de parecer que son lo mejor que has escrito. Ahorita te diría que el libro que me tiene mñas contento es Suelten a los perros, hablando específicamente de la narrativa. Y el libro de poemas que más contento me tiene, porque me representa totalmente en este momento, y porque también es un libro donde recupero muchas cosas, es el último, el que está todavía inédito, el que ganó el premio Óscar Oliva, que se llama Antiguas canciones zen de nuestro amor y nuestro odio. Y también, Cámaras secretas, un libro unitario, de ensayos, que se entiende conforme vas avanzando y va expandiendo su campo, delineando constelaciones de lecturas, proponiendo maneras de leer, ideas en torno a los libros, y luego llega un momento en que todo se conecta con mi vida.
Oye, últimamente parece que se ha prostituido mucho lo que significa ser escritor. ¿Qué es para ti realmente el oficio de escritor? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de un escritor?
Para mí es esto, un poco lo que te decía hace rato: piensas en una experiencia, cómo la vas encuadrando a partir de tanto pensarla, cómo entra en la cabeza, cómo se aleja, la vuelves a traer, piensas que puede ser un ensayo, un poema, una novela, un cuento. Yo creo mucho en esta relación entre tu material y tú, va mucho de ir y venir, de alimentarlo y estar juntando lo que Michel Houellebecq llama «un núcleo de necesidad».
Es decir, tú vas juntando cosas que te parecen indispensables, que se complementan unas con otras, y cuando esto está lo suficientemente sobrecargado, te pones a escribir… Y esa labor es muy callada y dura años, para mí dura años, los poemas a veces menos, muy frecuentemente una semana, un mes, dos meses, pero a veces años… y después te sientas a trabajar y en ese proceso te vas encontrando y entendiéndote a ti mismo. Yo diría que es esa dedicación de estar tú solo a espaldas del mundo, encontrándote con cosas sobre ti mismo, y en esa interfase, que es la escritura entre los demás y tú, entre tu consciente y tu inconsciente, justo cuando vives en ese nudo donde se juntan tantas cosas, ahí es cuando eres un escritor.
¿El proceso de la escritura es lo que te convierte en escritor? ¿Esa relación con tus textos?
Cuando uno está presentando un libro, cuando te dan un like, cuando te comentan, cuando tú y yo hacemos memes sobre los talleres —risas—, cuando hacemos todas esas cosas, estamos socializando y sacando el lado standupero que todos tenemos. Decía George Steiner que lo importante son los libros, hacer los libros y leer los libros. Todo lo demás, hablar de ellos, contar un chisme, reunirnos, arreglar el mundo, beber en una cantina, todo eso ya es chismorreo de alto vuelo, pero no es escribir —risas—. El chismorreo de alto vuelo se disfruta mucho, pero la escritura está en otra parte. No hay que confundir esas dos cosas.
Entonces publicar el libro, vender muchos libros, ¿no te da este título de escritor?
No, no, esos son accidentes. Cañitas vendió un chingo —risas—, Quiúbole con vendió un chingo. Los libros de los comentaristas de futbol son muy leídos. La autobiografía de algún artista, que no escribió él, se puede vender mucho, pero esos no son los indicadores que te dicen que «tú eres escritor». Hay que llamarles a las cosas por su nombre.
En realidad, eso tampoco interrumpe que tal libro, no sé, como Cien años de soledad, uno de los libros más traducidos de la historia, sea comercialmente un éxito y a la vez sea gran literatura. Sí, vende mucho, pero no por eso es un gran libro, lo es por cómo está escrito, es un gran libro por lo que me dio, a mí y a millones de lectores, es un gran libro porque lo he leído cuatro veces en mi vida y cada vez que lo leo, digo, qué chingonería, así es, esto es, qué señor, qué mente, qué universo, qué palabras, esto es la literatura, por eso es arte, porque nos da esa experiencia estética que buscamos.
Suscribo. Oye, pasaste muchos años trabajando como editor en distintos sellos, comerciales e independientes. ¿Cambia la forma de pensar la escritura, la forma de construir un cuento, un poema, por ejemplo, la experiencia como editor?
Sí, la experiencia como editor es muy enriquecedora, porque te mueves de lugar, te cambias de silla, y ejercitas la mirada, la conciencia, la lectura y, sobre todo, te enfocas en ver un libro para convertirlo en su mejor versión, para sacarle brillo. Creo editar me ha alimentado bastante, por eso corrijo mucho, por eso trato de meditar mucho el resultado, de verlo desde desde fuera. A veces, incluso, cuando me dejan los editores, propongo cosas para las portadas.
A veces no nada más para mis libros, sino para los libros de mis amigos, de otras personas. Cuando voy a las librerías siempre estoy viendo cómo está el encuadernado, el tipo de papel, me fijo en la impresión, me fijo en todo eso porque me interesa el proceso y los resultados. Además, esta cosa de ser editor me ha traído experiencias que yo no pensé tener, como trabajar en un libro de Luis Antonio de Villena, que es una de mis grandes admiraciones. También hacer antologías, trabajar con autores que me gustan y otros que no me gustan, pero que tenía que hacer y les ayudaba a terminar el libro. Con otros sacamos el mejor libro que se podía o destrabamos ciertas ideas. Entonces, sí, te da una conciencia y te da un trabajo minucioso que yo agradezco mucho porque me gusta vivirlo así, de manera integral.
Hace unos momentos hablabas sobre los premios. Eres un autor multipremiado, en varias disciplinas, pero más allá de la retribución económica, que siempre es bienvenida, ¿cuál crees que es el valor real de un premio literario hoy en día? Sobre todo en México, que hay muchos premios literarios.
De hecho, sí, tenemos bastantes. Lo hablaba con algunas personas en Argentina, y me decían que allá hay pocos. En Alemania tienen bastantes, pero es más para libros publicados. Aquí son concursos anónimos, sobre todo. Y hay como esa costumbre de ver quien ganó este premio o quién ganó aquel otro. A veces decimos que Fulano se ganó un premio, y a veces decimos que el premio se ganó a Fulano —risas—. ¿Qué tanto impulsa el premio o qué tanto que lo haya ganado Fulano? Lo importante es la lana. Con eso nos atraen.
En México hay, ha habido, premios de cuatrocientos mil pesos, de quinientos mil pesos, que resuelven un montón de cosas. Pero ahora han cambiado los concursos, antes eran más visibles. Ya no hay carreras levantadas por los premios, más que ciertos premios, aquellos que son muy, muy prestigiosos. Pero ganar tal o cual no funciona para fundamentar una carrera. Sirve, sobre todo para que alguien persista en su escritura. Ahora que me invitan a ser jurado, cuando existe la posibilidad de declarar desierto, yo digo que no, mejor vamos a repartir esa lana —risas—. Hay alguien que se la merece, que trabajó, que le chingó, que alcanzó un libro redondo. A lo mejor no me gusta tanto, pero si le veo virtudes, pues vamos a darle la lana. Esa lana es de los impuestos, que se regrese a la banda.
Oye, ¿en qué estás trabajando actualmente? ¿En qué estás ocupando tu tiempo de escritura?
Ahorita estoy escribiendo una cosa, una cosa larga. No me gusta hablar mucho de eso porque estoy en ese momento cuando el libro es totalmente mío. Estoy en ese momento cuando el libro no es de un editor, no es de un lector, no es de nadie, es mío, y solamente yo tengo la potestad incluso para hacerlo desaparecer si quiero. Disfruto mucho ese momento.
Déjame te cambio la pregunta, ¿qué estás leyendo? Y no me refiero tanto a un autor en particular, sino a cuáles son tus intereses como lector actualmente. ¿Qué buscas como lector?
Ahorita estoy tratando de recuperar autores que dejé de leer, a veces por un prejuicio, a veces por razones equivocadas, o porque un libro me decepcionó, y ya nunca volví a ellos. Por ejemplo, José Saramago. Le leí novelas portentosas como Historia del cerco de Lisboa, Memorial del convento, que es bellísima, Todos los nombres, cuyo final es una flecha envenenada. Pero La caverna no me gustó. La leí cuando salió, en 2001 o 2002, y me decepcionó.
Entonces dije: ya no vuelvo a leer este señor, e hice un berrinche. Y ahora, veinte años después, pienso, a ver, no leí El viaje en elefante, no leí La viuda, aquella primera novela suya oculta durante años. Y descubro que tengo curiosidad suficiente para dejarme de cosas y volver a él, a sus libros. Algo semejante me pasó con Italo Calvino, que tiene un libro que a mí me apasionó desde que lo leí la primera vez y lo he leído varias veces: Las ciudades invisibles. Las Seis propuestas para el próximo milenio y El libro de los amores difíciles me parecieron geniales, pero no al nivel del primero.
En fin, le leí varios más y después, por temor a decepcionarme, dejé de leerlo. Hoy, también, lo estoy retomando. Quiero recuperarlos. Incluso a escritores que les había sacado la vuelta por cosas muy absurdas… de hecho, quiero escribir un ensayo sobre esto, sobre los prejuicios y los absurdos en que de pronto nos basamos para leer o no leer a alguien.
Esa primicia es muy buena. Podría mencionarte varias.
Todos lo hemos vivido. Cuando yo estaba muy jovencito, alguien me comentó que los libros de Kenzaburō Ōe eran aburridos porque eran todos iguales, todos trataban sobre lo mismo, y siempre hablaba de su hijo que nacó con un problema cerebral. Y eso fue suficiente para que me alejara de su obra. Pero hace unuos tres años reflexioné: a ver, me creí una cosa dicha muy a la ligera y nunca la comprobé por mí mismo. Ahorita estoy leyendo a Kenzaburō Ōe, y te puedo decir que nada que ver, es genial, tiene libros brutales, que me encantan. Y ya entrado en gastos, me puse a leer japoneses, cuando puedo, lo abro a autores asiáticos.
Me di cuenta de que no había leído a tantos japoneses en mi vida y hay cosas sumamente interesantes, locas e intensas, como Ryū Murakami, que me gusta mucho, como el mismo Kenzaburō Ōe o Yasunari Kawabata. En fin, me gusta abrirme esas puertas. Por ejemplo, yo había leído un libro que me encantó de Álvaro Bisama, su novela Caja negra, y luego leí otro par suyo y ahorita prácticamente me estoy echando toda su obra. Busco los libros de autores chilenos como Pablo Toro o Alberto Fuguet, y argentinos como Fabián Casas, un maestro, y Washington Cucurto.
Siempre estoy leyendo y releyendo, tengo el escritorio y los libreros llenos de cosas que quiero leer. Desde el 2020 empecé a estudiar portugués, y a estas alturas ya puedo leerlo. Hay cosas que me interesan leer en ese idioma, libros que no se han traducido, como los de Joca Reiners Terron. También volví a una cosa que para mí fue muy importante, y es el cuento de terror, el cuento gótico, fantástico, oscuro. Estoy muy clavado leyendo también esas otras escrituras, releyendo cuentos sueltos y, bueno, también leyendo un poco a los autores que me interesan, los de siempre: leo cada cosa que publica Salman Rushdie, Alessandro Baricco, Richard Ford. Se trata de abrir puertas por todos lados.
Oye, ya para cerrar esta conversación, ahora que hablabas de la soledad del escritor, de esta relación muy egoísta entre el autor y su obra en la etapa temprana de la escritura, ¿cómo encontrar la motivación para seguir escribiendo? Sabemos que hay momentos de fracaso, o que las cosas no salen bien, pero tú todo el tiempo estás trabajando, todo el tiempo estás escribiendo, ¿cómo haces para encontrar esta energía, esta motivación, o para mantenerte ajeno y seguir produciendo?
Va a sonar como una obviedad, pero es escribiendo para uno, escribiendo para el propio proyecto. Nunca entrar a las reglas del juego de alguien más, ni siquiera del editor, ni del grupo editorial, ni escribir de algo de lo que tú no estás convencido. Como te decía, mi momento de escritura es muy íntimo. Creo mucho en cuidar ese proceso, que sea muy de uno. Ya después llegará el momento de pensar en el editor, el agente, el crítico, el lector, pero los momentos de escritura tienen que servirnos para algo a nosotros primero, aunque sea para que la vida sea menos pesada, menos caótica, que sea un poco más amable. Eso es lo que yo veo en la escritura.
Se puso de moda esta frase de «escribir es una manera de estar en el mundo». La escuché de muy joven y siempre me gustó. Ahorita sé que una manera de estar en el mundo es igual a una manera de sentir, de ver el paso del tiempo, de consumirte a ti, tu energía, de dirigirte hacia algún lado, de darle sentido a tus sueños, a tus visiones, a los recuerdos, a la invención, a la imaginación. Creo que es una manera de depurarnos con sentido. Yo diría que primero está eso, después queda salir al mundo y enfrentarte a lo que venga, la decepción, el ostracismo, la invisibilización, la falta de oportunidades, la desesperación, la soledad.
Está bien, llegará el momento. Pero si la escritura ayuda con esas cosas, creo que está cumpliendo su función primaria: ayudarnos a vivir.
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