En medio de un ambiente impregnado por la literatura de Richard Ford, Eduardo Antonio Parra y Daniel Sada, Luis Jorge Boone ha fraguado Suelten a los perros (era, 2021). Un libro que se erige al cobijo de un frase de Ricardo Piglia: “El hombre herido en el corazón puede, por fin, mirar la realidad tal cual es y percibir sus misterios”, con lo que nos da una pista del camino por andar. Los cinco cuentos hablan desde el otro lado de una experiencia culminante, una vivencia radical de donde uno no va regresar siendo el mismo.

Un joven que se siente asediado por algunas plagas, animalescas, circunstanciales o psicológicas. Un hombre maduro divorciado cuyo máximo motor en la vida es armar un rompecabezas (literal) con su hija para ponerle orden a ese otro puzzle devastado que es su vida. Otro tipo que es juzgado por su pareja por no tener un cuerpo atlético, lo cual lo obliga a inventar que ya se está ocupando del asunto pues, obviamente, quiere seguir gozando de sus encantos femeninos. Así como otro personaje que vive supeditado a reconstruir los trazos de su amante por medio de algunas fotografías dejadas al abandono. Y, como la guinda del pastel, un actor que incursiona en una producción cinematográfica por sus rasgos físicos más que por su trayectoria. Todo lo cual promete al lector un paseo lleno de incertidumbres, arrebatos, fatalidades, situaciones paradojales y varias carcajadas.

Algo que es notable en Boone, y que ya había aparecido en libros como Cavernas o Figuras humanas, es la forma en que sus personajes rompen los sobreentendidos de las conductas asignadas al género. ¿Por qué un hombre tiene que ser bueno para los trabajos de carpintería, plomería o electricidad? ¿Por qué se asume que no haya una sensibilidad en un padre de familia o que tenga que ser bronco por ser norteño? Incluso, ¿por qué las parejas tenemos que tener el abdomen marcado cuando el ritmo de la vida nos arroja al sedentarismo? Incluso, en uno de los cuentos desdibuja la idea de que en la ruptura o separación sólo uno de los dos padece el duelo. Al contrario, en la separación, ambos sufren. Rescato estos cuestionamientos en un momento en que se da por hecho que el hombre es violento o misógino si no está de acuerdo con la versión que se le impone desde el discurso unilateral. Si bien la literatura no da respuestas, al menos en Suelten a los perros puede fisurar el dique de los malentendidos y los juicios sumarios.

A diferencia de los personajes, que están atravesando algo culminante, la voz narrativa relata como si ya viniera de vuelta de ese trance, por lo cual goza de una forma desapegada y un tanto sarcástica de ver las cosas. Como cuando el nuevo novio de su ex le dice: “Yo estaba en una habitación al final del pasillo. No me malentiendas, Solís, la finca era otro pedo, la gran cosa, alberca, cancha de tenis, room service, gym, sky, spa. Mamalón”. Y Solís piensa: “Al parecer, en el lujo verdadero pocas cosas aceptaban ser nombradas con más de una sílaba”. O cuando Silvestre tiene una iluminación casi mística: 

Aceptémoslo: la civilización ha madurado lo suficiente para alcanzar este nivel de claridad: si se trata de la inalcanzable, la ideal, su lugar es ése, allá lejos, y nunca la vas a tener, no importa lo que te permitas pensar o lo que ella, incluso ella misma, te llegue a decir. O si en el colmo del milagro intente ponerse a tu alcance. Nunca. No creas nada distinto de esto. Encáralo: es tu deseo, la muralla que tú mismo has construido con empeño, lo que los separa. Es así y nunca será de otra forma, para acabar pronto. 

Creo que el hallazgo de Suelten a los perros está en ese descolocamiento, en esa reserva de los protagonistas a vivir las cosas sin bajar la guardia. Por eso sus personajes tienen la frialdad de no contestar en caliente, al contrario, se ríen un poco de sí mismos; como cuando un metiche le pregunta a Solís que qué relación tiene con la adinerada familia: “Soy el ex de la novia de Reyes. El preguntón ladeó la cabeza hacia la izquierda, como un perro que no entiende el juego”. Quizá por eso me evoca tanto a Frank Bascombe, el personaje de Ford, porque sus personajes ya integraron un clutch entre la sensibilidad y la vida. “Sospecho que a uno le toca el padre que tiene porque, sin ese vínculo de sangre, ese lazo de familia, si llegas a topártelo en alguna fiesta o una borrachera, lo matas”, como dice el hijo de “El club de salir a correr los viernes”.

El cuento (o nouvelle) que cierra el tomo: “Las glorias del cine al alcance de todos” nos devela a un narrador-personaje versado en teorías dramáticas, autores y obras de teatro. Un joven que ha pasado por muchas tablas (literal) y al que repentinamente se le abre la oportunidad de incursionar en el cine en su natal Coahuila. Aquí me parece que hay un personaje que habla con conocimiento de causa y le compite a los mayores cuentos de Enrique Serna, pues es una historia que, más que lectura, se vuelve vivencia. El narrador descubre la podredumbre humana y la fustiga sin ningún resquemor. Un actor menospreciado, que encuentra el momento de reivindicarse ante la desconfianza (hasta de su sexualidad) en un medio miope y pedestre, al caer de la nube en que estaba montado se nos volverá entrañable como muy pocos.

 

Texto publicado en El Cultural, suplemento del diario La Razón, el 25 de junio de 2021.
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Héctor Iván González

Héctor Iván González (Ciudad de México, 1980) realiza el doctorado en Letras Comparadas en el Posgrado de la UNAM. Fue becario del programa «Jóvenes creadores», del FONCA (2012-2013), en el...

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