Debo confesar que esa vez me sentí tentado de poseerla. Era ya una sombra, pero algo pulsaba en mí. Una necesidad de montar su cuerpo exangüe, abrir sus piernas a espaldas de su amante ya dormido, y hacerle creer que era él quien se metía en ella. Acercar tanto mi rostro a su boca que pudiera robarle la vida en el aliento. Alimentarme de su energía, drenársela.

“La costumbre de andar entre sombras”, Luis Jorge Boone.

Hemos hablado de Georges Bataille y de su erotismo sagrado, hemos caminado de la mano del Marqués para explorar el sadismo y sus precipicios, hemos estrechado la descripción aristocrática y sensible de Sacher Masoch, sin faltar la imprescindible Historia de O o El jardín de los suplicios. Desde hace siglos, la literatura erótica se ha instaurado como un asunto de teoría y fundamento.

Gracias a ello, la literatura y la teoría se hermanan en un clásico acoplamiento donde es difícil (e incluso ocioso), distinguir cuál de las dos fue primero: si continúan los látigos y las cadenas, el amante que domina y azota a la feliz y enamorada esclava, es por la dialéctica del amo y del esclavo, donde la supervivencia de uno depende del reconocimiento del otro; si subsiste la maravilla y la excitación de una joven rubia ante un jardín y sus rosas regadas con la sangre de cientos de torturas y mutilaciones, es porque existe una teoría del dolor que se hermana al placer y a la muerte, es decir, al erotismo.

Los ejemplos de este tipo de literatura, erótica (porque a través del placer y sus abismos se anhela la destrucción del otro) y amorosa (porque se reconoce en ese otro la presencia de una creatura solar y única), serían múltiples y tal vez infinitos, tan atemporales que nos acercaríamos peligrosamente al precipicio que habita en todo mito. Siempre (casi siempre) es factible rastrear los ecos de mitos fundacionales. Y ahí está el trío perfecto y añorado: Psiquis, Eros y Tanatos. Ahí está también Pigmaleón y su doncella de marfil, o la metamorfosis de Acteón después de sorprender el baño de Diana.

No obstante, después del uso de fustas, maniquíes y filtros amorosos, después de firmar y romper contratos de sumisión, de contar ya con un amplio catálogo de perversiones que (claro está) proclaman una estética, ¿cómo se las ingenia la narrativa del siglo xxi para volver a apalabrar al cuerpo?, ¿cómo hablar nuevamente del deseo, del horror y la fascinación que como la ya también mítica llama doble de Paz (llama, como amante altanera y cruel), sigue ardiendo en cada interior nuestro? ¿Cómo, desde dónde, reescribir el amor y el erotismo?

En Cavernas, Luis Jorge Boone asume la apuesta: ahondar en los misterios del alma a través de los misterios del cuerpo; reescribir nuevamente ese cuerpo y sus dolencias; el cuerpo enfermo, herido; el cuerpo enamorado, deslumbrado; la obsesión. Los temas de Cavernas son variados. No obstante, por lo menos en tres resulta natural e inmediato la presencia de lo erótico: me refiero a “El jardín interior”, “La costumbre de andar entre sombras” y “Diosas”. En estos cuentos, renace la melancólica exposición de nuestras pulsiones más profundas, nuestro lado nocturno y enlutado. Ahí, donde volvemos a la bestia original que alguna vez todos fuimos. 

Para establecer la dinámica de los cuentos, Boone acude a una diversidad de recursos narrativos. Por lo general, una sola frase de inicio que aspira a lo redondo, resume y anticipa un estado de intriga para el lector: “Es un edificio grande y antiguo”, se lee en el primer cuento; “Fue entonces cuando aprendí a odiar la luz”, explica el protagonista de “La costumbre de andar entre sombras”; “Ahora que ha muerto, no me propongo juzgar a Tadeuz Balthazar”, adelanta el narrador de “Diosas”. A la vez, se asiste a la conjunción de analogías y distintos planos, donde la noche se confunde con el día, la luz con la sombra, la realidad con la fantasía. Ahí también, existe una transposición de cuerpos por figuras fantasmales.

Una enfermedad, una obsesión, pero siempre un motivo para ello.

En “El jardín interior”, por ejemplo, junto al protagonista que toca un violonchelo, es fácil respirar la claustrofobia del departamento. Es fácil inmiscuirse en los encuentros entre el protagonista y una prostituta, en la transformación que la música provoca y en el camino que conduce al imposible jardín interior que hasta en el edificio. En ese jardín habita una dama vestida de negro. “La visión me dejó envuelto en un manto de espinas y perfume” (p. 17), como un Acteón posmoderno, confiesa el narrador de esta historia. La visión de la dama de negro, entre espinas y perfume, es la metáfora de la entraña, la contemplación del propio deseo. En el viejo ritual de los cuerpos, el protagonista mata, sacrifica a la prostituta, la ofrece a la dama de negro. Conjuga así la muerte, el erotismo y la belleza. “Mátala, escuché que me decía una voz de niebla a través de un océano de tiempo” (p. 21).

En estos tres cuentos, la presencia de lo femenino funciona como detonante, llave que abre los abismos del dolor y del placer, donde el hombre, sin remedio, descubre su ruina, respira lo absoluto, vuelve a ser un hombre seducido. 

Así como la claustrofobia, en “La costumbre de andar entre sombras”, uno de los cuentos más conmovedores del libro, se aborda la esquizofrenia y/o la fotofobia. Un hombre sin trabajo, confinado por horas a la oscuridad de un edificio. Una mujer que nunca está porque es ella la que trabaja. Un juego entre sombras, entre cuartos y paredes desoladas, donde siempre se descubren a un par de cuerpos que se aman de manera furtiva. A semejanza de la dama de negro, aquí también es una mujer quien conduce al hombre al corazón de la noche, a un nuevo deslumbramiento, una nueva visión, ahí donde pulsa la médula de cualquier sombra.

Pero esta sombra no grita, no apuñala, no lastima, sólo se lastima a sí misma. Sin voluntad, sin rumbo, guiado por un anterior juego con su mujer, el protagonista desaparece ante lo que observa: su mujer en brazos de otro. Acaece la interna metamorfosis: el pavor a la luz, el mundo de las sombras. “Me convertí en una sombra. Es difícil de creer, pero inténtelo, para eso está aquí. Una sombra que no es proyectada por ningún objeto. Huérfana, que nace de nada y se borra con la menor brisa” (p. 43). 

¿Y cuál de nosotros no se volvería una sombra si contempláramos a la persona amada (a si fuera por un instante) con otra muy amada persona que no somos nosotros? “Encendí la luz de la habitación y todo se fue borrando ante mis ojos. Incluyendo mi propio cuerpo. La luz descendía del techo y se extendía, líquida, hasta alcanzar las paredes (…) sentí que me cegaba. Cubrí mis ojos, pero la luz traspasaba mis manos. Durante un instante eterno fue como mirar una radiografía” (p. 42).

Por último, en el cuento de “Diosas”, a través de un narrador cautivado ante su objeto de investigación, la vida y obra del cirujano Balthazar, asistimos al deseo de perfección y de belleza. Como si fuera un dios o un artista, el cirujano se permite moldear y reconstruir antiguos cuerpos ante el deseo de hacer brotar una obra de arte; no sin antes poseerlos, no sin tener un después. “¿Cómo rasgar un Seno con el fin de moldearlo, sin haber sentido antes su realidad más auténtica, sin haber paladeado el latido más hondo de su Carne?” (p. 67).

El asco de la deformación y la carne, el asco de la sangre y su fascinación. El proyectar una mujer exquisita, terrible y maligna, caminando entre nosotros. Después de todo, parafraseando a Octavio Paz, hasta la extinción del hombre, el erotismo seguirá siendo todo aquello que la imaginación agrega a la naturaleza.

Un músico, un enfermo, un cirujano, el catálogo es amplio, las resonancias míticas también; no me detuve, por ejemplo, en el daguerrotipo de una niña, tampoco en las mujeres que surgen como fantasmas a la par de una leyenda. Por el momento, me limito a decir que la calidad de Cavernas, de Luis Jorge Boone surge de la necesidad de apalabrar lo tantas veces presentido: el abrazo indisoluble entre Eros, Tanatos y Psiquis.

El abrazo que permanecerá vigente mientras existan libros como éste, donde la narración es el rito que permite la sobrevivencia de nuestros miedos y fantasmas. Justo ahí, el autor toca al lector, acaricia la llaga interior que late como jardín en penumbras, concluye el libro. Entonces, el erotismo cobra nueva vida: se reformula, se reinventa.

 

Texto leído en la presentación del libro Cavernas, dentro del Tercer Encuentro Regional de Narrativa Centro-Occidente, el 29 de enero de 2015.
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Maritza M. Buendía

Maritza Buendía (Zacatecas, México, 1974) es doctora en Humanidades-Literatura por la UAM-Iztapalapa, México. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen con Tangos para Barbie y Ken (Textofilia, 2016), el...

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