Armando Alanís
El color del deseo
Una noche de tormenta
El alimento del artista
Invisibles
Dulce hogar
Pronto comprendí que el mundo libre había dejado de ser el mío: nada me impedía ir a donde me diera la gana, pero al mismo tiempo no me sentía a gusto en ninguna parte. Los otros me miraban con desconfianza. Nadie me quería dar trabajo. Mis conocidos me rechazaban.
Volví a delinquir. Me atraparon y fui condenado. Cuando la puerta de la celda se cerró a mis espaldas, me sentí contento, en paz conmigo mismo.
Regresaba a casa.
La huida
Con el cráneo destrozado y le espina dorsal rota, el cuerpo se puso de pie en el rectángulo iluminado por la luna, echó a correr por el pasillo esquivando a uno de los inquilinos que llegaba en ese momento, y alcanzó la calle a toda velocidad.
Detrás quedó un charco de sangre que saciaría la sed de los gatos del vecindario.