El sol calaba a plomo sobre mi desamparada tatema, cuando la bífida sierpe amenazó, por un momento, mi desgarbada presencia sobre la tierra. Caminaba alelado, con el pensamiento y el corazón en otra parte, como si regresara del desierto.
Las caleidoscópicas danzas, en movimiento perpetuo, los tun-tun-tun, tun-tun; tun-tun-tun, tun-tun de los cascabeleros Santiagos, los violines acompasados con el sístole-diástole de las castañuelas en las manos de Los negritos y los malabares carmesí-verde-y-oro de Los Migueles, eran registrados sistemáticamente por la máquina de video, que no dijo una palabra ni sintió nada -como si le hubieran arrancado de su cuerpo el amor-, mientras mis ojos de voyeur me conducían hipnóticamente al punto del éxtasis, no solo por estar en medio del contagioso ritual de fe pagana sino, al mismo tiempo, por observar un acto rebelde de desobediencia civil contra las disposiciones sanitarias de la autoridad local.
Razón y mito se miran las caras cada 29 de septiembre. A veces hay acuerdo entre la autoridad civil y la autoridad religiosa y, como es normal en la vida política, otras ocasiones pueden ocurrir desacuerdos entre la ciencia y el mito.
Como ocurrió este soleado día.
Las familias de San Miguel Tzinacapan, como si fuera necesario repetirlo mil veces, fueron azotadas severamente en su patrimonio, cosechas y casas por el huracán Grace hace menos de dos meses. La doctora Mariana, comprometida profundamente con la comunidad, evalúa que los perjuicios afectaron alrededor del 80 por ciento de los sanmigueleños.
La fiesta y la pandemia. El debate sobre si se hacía o no la actualización del mito en medio de la pandemia.