En mi memoria (cada día menos confiable) es brumoso el momento en que nos conocimos. Tal vez en una mesa del Vittorios o de la Bella Elena, esas reuniones donde se hablaba lo mismo de la vida universitaria, de la política nacional o de las lecturas compartidas. Claro, en ese entonces, yo me dedicaba principalmente a escuchar.
Recuerdo de Miguel Ángel su apasionamiento y su risa franca, estruendosa. Su carácter juguetón, festivo; esa manera de inclinar el cuerpo hacia su interlocutor al reírse, en señal de complicidad.
La última vez que lo vi, unos meses antes de que se declarara la pandemia de Covid-19 y de que todos nuestros contactos se redujeran a un puñado de pulsos electrónicos, se esforzaba por mantener la sonrisa. Hacía unos meses que había perdido a Sandra, el amor de su vida (porque aquí no es sólo necesario sino también justo usar esa expresión). Aún sin ella, Miguel conservaba ese espíritu, ahora ensombrecido.
Lamentablemente, la pausa impuesta por el virus abrió una brecha imposible de sortear: el contacto se limitó a algunos saludos a través del chat, al intercambio de comentarios en nuestras publicaciones en redes sociales. No recuerdo si tuvimos alguna llamada telefónica durante ese periodo. El peso del virus, del temor al contagio, de las preocupaciones más inmediatas, me bloqueó la posibilidad de recuperar el contacto personal con Miguel.
No sé con exactitud cómo ocurrió, pero un día Miguel me invitó a comer a su casa. En ese entonces vivía en Xanenetla, en una casa pequeña y acogedora, donde había adaptado una habitación estrecha como estudio, atiborrada de libros.
Xanenetla, al igual que El Alto, San Francisco, La Luz, Analco, eran por aquella época las zonas de mis vagabundeos durante los tiempos libres que me dejaban las clases en el Colegio de Filosofía y la docencia. Su calles estrechas y caprichosas, su ambiente marginal, me parecían mucho más atractivos que las calles rectas y ostentosas del primer cuadro.
Así que dentro de esos rincones apareció de pronto esa casa, escondida en una callecita, que se convirtió en un espacio de amistad, descubrimiento y formación.
Las conversaciones con Miguel me volvieron a acercar a Octavio Paz, de cuya obra me había distanciado a partir de los comentarios de algunos compañeros de Filosofía, para quienes el poeta era sólo un “empleado de Televisa”. La lectura apasionada de Miguel, quien estaba trabajando su tesis doctoral acerca de la obra de Paz, no sólo me reconciliaron con ella sino que también me aportaron nuevas perspectivas de lectura.
Lo mismo pasó respecto a Hölderlin, a quien yo vagamente conocía en aquel entonces y sólo a través de la lente de Heidegger, Y también me hizo descubrir a Christopher Domínguez Michael, en medio de carcajadas festivas mientras me leía fragmentos del último capítulo de Tiros en el concierto. Porque en aquellas ocasiones, todas las lecturas, incluso la más solemne o árida, se convertían en una fiesta. Para Miguel Ángel, la lectura era un disfrute, una fiesta que debía ser compartida no sólo con el autor sino también con otros interlocutores.
Ahí, de pie en medio de esa biblioteca estrecha, me leyó “Tabaquería”, de Fernando Pessoa, mientras sosteníamos entre las manos nuestros vasos de whiskey. Y en ese momento, mientras lo escuchaba, sentí que se abría ante un mí todo un universo.
A veces me lo imagino a Miguel Ángel como alguien que entraba a las habitaciones con paso ágil para abrir puertas y ventanas, a fin de airear los espacios y dejar pasar la luz. Y mientras hacía eso, bromeaba, cantaban y reía, porque el buen humor era también otra manera de iluminar y airear los espacios y las ideas.
Porque haciendo un balance, eso justamente hizo conmigo: abrió puertas y ventanas para que entrara aire, luz, para que pudiera ver nuevas perspectivas.
Puedo atreverme a decir que Miguel Ángel fue mi amigo y también, casi sin darme cuenta, un guía y un maestro. A su manera, y aun durante aquellos periodos en que perdíamos contacto, estaba al pendiente de lo que yo hacía. Y siempre, desde aquellos ya lejanos años en que yo era un estudiante de filosofía medio perdido, tuvo la disposición de brindarme apoyo e impulso. Uno, que es de naturaleza perezosa, tal vez no haya aprovechado totalmente esa generosidad. Y es una de las deudas que quedan, pero esa es otra historia.
Miguel estaba fascinado por la imagen del Tlallocan, descrito como un lugar de abundancia y placeres interminables, destinado para los elegidos por el dios Tláloc, fallecidos por algún suceso o enfermedad relacionados con el agua y el rayo. Estaba seguro de haber encontrado en la Sierra Norte de Puebla, en particular en la región de San Miguel Tzinacapan, la versión terrenal del Tlallocan.
Durante muchos años, a raíz de proyectos en conjunto con Sandra relacionados con la migración, entró en contacto con agrupaciones de la región de Cuetzalan y convivió de manera muy estrecha con los pobladores de Tzinacapan. Aún los recuerdo a ambos sonrientes, bailando Xochipitzahuac con una gran energía durante una fiesta en aquella población, a donde nos habían invitado un fin de semana.
Es uno de mis recuerdos favoritos de Miguel. Y quiero imaginarlo durante mucho tiempo, bailando Xochipitzahuac, feliz junto a Sandra, allá en el Tlallocan, donde abundan las flores, el sustento, la música y toda clase de placeres.