Es muy difícil para mí escribir sobre mi amigo y mi maestro Miguel Ángel Rodríguez. Su fallecimiento hace cinco días me tiene consternado. Mejor debí decir, sin rumbo y adolorido. Fue y lo seguirá siendo mi alma gemela en muchos temas que han nutrido mi quehacer académico; pero sobre todo mi estado vital. Nuestra amistad estuvo atravesada por el vitalismo, el cual puede tener muchos colores en otros vitalistas, pero el que más nos gustaba era Nietzsche. La comunión y la tensión entre lo apolíneo y lo dionisiaco. Sabíamos que no podíamos evitar el dolor –no es constitutivo y hasta creador–, aunque teníamos una pasión por estar en la vida.
En los asuntos del conocimiento y los saberes, Miguel era un explorador. Lo mismo incursionó en la historia de México, la filosofía y la filosofía política que en la educación, el periodismo, la poesía, el cine, la ópera, la literatura y el ensayo. No tenía límites.
Sin embargo, no se trata de cualquier explorador. Se puede ser un explorador diletante o de imágenes impresionistas. O bien, de incursiones expresionistas. Miguel pertenecía a este último linaje. Era como un buzo. Se sumergía en la alta mar hasta perderse, quizá hasta buscar el misterio de la muerte. Lo hacía casi de la misma manera como se sumergían los actores Reno y Mayol en el “Azul profundo” de Luc Besson (junto con “El piano”, considero esta película como uno de los mejores retratos cinematográficos del neo romanticismo contemporáneo).
El filme y la imagen del azul profundo de Besson es poderosa, porque sintetiza en términos coetáneos la tensión sustancial entre el hombre y la naturaleza del romanticismo alemán. Probablemente Hölderlin –al que tanto quiso y estudio Miguel– y su largo poema recogido en el Empédocles enuncie la cuestión de forma más contundente. “Hijo del cielo y de la comunidad”, el Empédocles representa al hombre libre y el heroísmo que recorre el mundo.
Sin embargo, la desgarradura entre la naturaleza y el hombre es de tal magnitud que no puede eludir la tragedia humana. Resulta imposible recobrar la “antigua unidad” en vida –por ende, tampoco reconciliar el arte y la naturaleza–. De ahí su determinación de encaminarse al volcán Etna. Alcanzada la cumbre, el Empédocles se arroja a la llama. Se trata de un acto de entera voluntad: darse a la naturaleza, antes que ella te tome. La muerte como la única manera de reconciliarse con la naturaleza.
En la película de Besson, como en el Empédocles, los buzos se arrojan al mar hasta arribar al silencio de la noche. Sólo el que llega al azul profundo se funde con la naturaleza. Nuevamente, la muerte es el único camino para estar en armonía con la naturaleza.
Ser un explorador y un buzo conlleva a un entrecruzamiento de autores y saberes muy diversos. Seguí a Miguel en su quehacer de la historia. Producto de su tesis de maestría, nos legó su Genesis del patrimonialismo en México, para describir las raíces del patrimonialismo colonial en el México contemporáneo. Yo me hice historiador y ahí me quedé.
Con su amada Sandra, realizó muchos trabajos sobre la educación en México, donde mostraron cómo uno de los lados de la “razón cínica” perpetuaba la discriminación y la desigualdad de las comunidades indígenas. Nunca se anclaron en el prurito académico. Organizaron una decena de coloquios internacionales sobre la migración, la educación y la interculturalidad. Allí convergieron “las vacas sagradas” de la materia, pero también los profesores de primaria y las organizaciones sociales y comunitarias de diversas regiones del país. Su inmersión en lo indígena lo llevó a vivir en San Miguel Tzinacapan por largas temporadas. Tzinacapan es un lugar cercano a Cuetzalan, ubicado en la Sierra Norte de Puebla. Aprendió algo de náhuatl, pero sobre todo ocurrió en él un desdoblamiento. Pasó del individualismo académico que se aferra a configurar un “pensamiento singular” a vivir el latido de la comunidad. El baile, la fiesta, la música, los voladores, la búsqueda del Tlalocan. Otra vez, la embriaguez de la vida. Tomó fotografías por años, las cuales deben estar en sus archivos personales. En esta travesía fui solo un observador, un invitado ocasional, distante.
Luego vino –mejor debí decir, paralelamente– Octavio Paz. Antes de que se pusiera de moda incursionar en sus escritos más allá de su grupo cercano, Miguel estudió toda la obra poética y ensayística de Paz. En particular, Los hijos del limo y El arco y la lira le abrieron una constelación de voces y temas de los cuales nunca pudo fugarse: el romanticismo encapsulado en Los hijos del limo y “filosofía y poesía” –el ser de la poesía– del El arco y la lira (la conexión con María Zambrano es ineludible). En la revista Metapolítica se publicaron algunas de sus exploraciones vinculadas al pensador inglés Isaiah Berlin y otros autores del romanticismo alemán. Haman fue un alumbramiento que le llevó a las raíces del romanticismo; pero no se detuvo ahí. Se siguió con Herder, Schiller y, desde luego, su querido Hölderlin. Posteriormente los entreveró con Heidegger, Nietzsche y Sloterdijk.
Octavio Paz fue para Miguel más que un escritor. Se enamoró de su poesía y de su escritura, de sus búsquedas “intelectuales” y de su sabiduría expuesta mediante el pensamiento analógico. Durante muchos años hablamos de Paz (yo también leí toda su obra). No admitía que le hiciera críticas a su pensamiento político e histórico. Recuerdo que le llegué a decir que no me gustaba que Paz gastara tanta energía a la crítica de las “dictaduras” del socialismo real, pero que al mismo tiempo prestara tan poca atención a los efectos desastrosos del libre mercado. Miguel insistía que sí había críticas al capitalismo. En esto tenía razón, pero no en el hecho de que fueran realmente pocas páginas dedicadas a ello, lo que dejaba una sensación de una aguja en un pajar. Tampoco me gustó de Paz su discurso en Estocolmo o la desacreditación del zapatismo en 1994 (meses después se retractó de su primera apreciación de considerar al movimiento zapatista como un grupo ideológico más sin bases sociales amplias y que hizo visible la necesidad de la justicia social como un valor central). Pero probablemente mi distancia más contundente fue sobre su visión histórica. Él creía que el patrimonialismo venía del tlatoani prehispánico y los virreyes de la colonia y se inscribía en una fachada moderna –los sistemas presidenciales– en los siglos XIX y XX mexicanos. Para mí, Paz era un amateur de lo ocurrido en el siglo decimonónico (pocas veces hubo un poder ejecutivo fuerte, como en el Porfiriato). Procedía por intuiciones y ocurrencias muy bien escritas que seducían al lector poco informado. La crítica a la visión histórica de Paz –y con él a la del historiador Enrique Krauze– chocaba con la visión patrimonialista que Miguel acogía de Paz y Max Weber.
El enamoramiento de Miguel sobre la obra de Paz comenzó a desvanecerse –nunca en su poesía– durante la hechura de su tesis doctoral, la que fue cocinando por poco por más de dos décadas. El plan original era hacerla sobre Octavio Paz y el romanticismo. A medida que naufragó en el romanticismo alemán desde la lectura y fuentes de sus filósofos y poetas originales se alejó de la visión paciana. Todo terminó en Haman, Herder, Schiller y Hölderlin, dos “poetas” –Haman como poeta de la prosa– y dos filósofos en comunión con la poesía. En una de las diversas charlas que tuvimos sobre el tema, me llegó a confesar que Paz había sido el vehículo para llegar al romanticismo alemán, pero que su visión no lograba las profundidades y las relaciones que requerían los autores seguidos por él. Además, incluyó a Heidegger en la travesía, también trabajado por Paz de forma tangencial.
Cuando terminó la tesis quería mi opinión; además, que de pasada le hiciera correcciones de “estilo”. La leí. Nada pude decirle del contenido. Mucho menos si se incluía a Heidegger en la discusión. Del romanticismo yo seguía siendo un adorador de Los hijos del limo. Sin embargo, con Miguel aprendí nuevas rutas de explorar el romanticismo y hasta publiqué un texto sobre Walter Benjamin y su noción de la crítica de arte como entidad creadora, entresacada de la potente obra de Friedrich Schlegel. En el estilo alcancé a corregir errores de dedo; una que otra palabra repetida. Miguel era un gran escritor. Era seguidor de Paz en la escritura. Eso siempre nos hermanó: la preferencia por el ensayo en contraposición con la forma del tratado.
Miguel me invitó a su examen doctoral. Como jurado, asistieron sesudos académicos sobre la literatura germana en México: Gina Zabludovsky y Francisco Gil Villegas. También José Luis Orozco. Recuerdo que este último ensayó una larga disquisición por el carácter “extranjerizante” de la investigación, para al final preguntarse, ¿Por qué no estudiar lo ocurrido con el romanticismo hispanoamericano? No era el tópico de la disertación. Sin embargo, Miguel hizo un gran recorrido sobre el romanticismo mexicano y algunas de sus figuras históricas que fueron relevantes en su momento (Manuel Othón, por ejemplo); aunque siempre supo que nuestros escritores nunca alcanzaron la intensidad trágica de poetas como Hölderlin, Keats o Leopardi. El crítico Orozco quedó estupefacto. Cambió de actitud y al final hubo elogios de todo tipo a su trabajo y le otorgaron una mención honorífica.
Miguel dejó en reposo, por varios años, el potencial libro de la tesis doctoral. Prosiguió explorando a sus autores y añadió otros muchos más. Quizá el autor que más desarrolló en esta última etapa fue a Heidegger y su noción, extraída del Herder y el romanticismo alemán en general, del “cuidado del ser”. Un día me indicó que tenía tres o cuatro libros a partir de su disertación doctoral. Una y otra vez indagaba y corregía. Hasta que en cierto momento me dijo: te remito mi versión final de uno de los libros (conservo un PDF de dicha versión fechada en noviembre de 2020 y que nombró como Romanticismo alemán y nihilismo: el cuidado del ser del hombre (J. G. Hamann, G. Herder, F. Schiller y F. Hölderlin). No obstante, hace unos meses, y en plena convalecencia, Miguel Maldonado le propuso publicar la obra sin más dilación (ya habían pasado más de dos años de la versión remitida a mi correo personal).
Unas semanas antes de morir, hizo las ultimas correcciones. Y hasta cambió el título de su libro: Romanticismo y razón cínica: el cuidado del ser (J. G. Haman, G. Herder, F. Schiller y F. Hölderlin). La obra de 368 páginas está al cuidado de Maldonado y será publicada en breve por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Es un escrito de más de 30 años sobre el romanticismo y los desdoblamientos de la razón cínica hasta nuestro presente.
La tensión entre el cuidado del ser frente a la razón cínica (el nihilismo y “la verdad de la técnica” como dos de las herencias más devastadoras de nuestro tiempo) la rastrea en distintos autores y épocas; pero encuentra en el romanticismo alemán un manantial poético y libertario –sintetizado en la “rebelión metafísica”– contra el cinismo y la hipocresía de los valores de la Ilustración plenamente vigentes en la era contemporánea. Ve en el romanticismo, además, un pensamiento insolente que se desdobla en al menos dos alegatos de gran envergadura: la imposibilidad de entender a Heidegger sin esta conexión preontológica y al arte para des-ocultar las directrices dominantes de la política, lo social y lo moral en Occidente. Sobre lo primero dice el propio Miguel:
En la Carta del humanismo (1946) Heidegger sostiene que el lenguaje es la casa del ser y que es el pensar el que conduce a ese hogar y, afirma convencido, que la poesía es la palabra sobre la que se levanta la comprensión sobre la verdad del ser. De igual manera por el lenguaje, piensa Hölderlin, nos salvamos o nos perdemos, estamos fundamentados por un soplo, el de la palabra, el del diálogo, es por eso que “los pensadores y los poetas son los guardianes de esa morada”. De ahí la necesidad de caminar, de escuchar el diálogo entre poesía y filosofía, seguir el pasaje que prepara la posibilidad de superar el primer comienzo, el de la verdad platónica que extravía, con criterios pitagóricos, lo extático de la experiencia de pensar.
Sobre lo segundo cita a Isaiah Berlin para mostrar la potencia disruptiva del arte, particularmente de la poesía:
Si me encuentro capacitado para hablar de este tema –dice Berlin– es porque pretendo ocuparme de aspecto políticos, sociales y también morales; y creo poder afirmar acerca del movimiento romántico que se trata de un movimiento que no concierne exclusivamente al arte, no es solamente un movimiento artístico, sino tal vez el primer momento, indudablemente en la historia de Occidente, en el que el arte dominó a otros aspectos de la vida, donde existía una especie de tiranía del arte sobre la vida..
Muchos fenómenos que vivimos hoy en día –el nacionalismo, el existencialismo, la admiración sobre los grandes hombres, la administración por instituciones impersonales, la democracia, el totalitarismo– se ven profundamente afectados por el romanticismo, que los penetra a todos. De ahí que no sea un tema no enteramente irrelevante a nuestro tiempo.
El libro de Miguel no sólo es un naufragio intelectual. Es un libro vital. O como él mismo definió la obra de otros autores, como Rüdiger Safranski y Byung Chul-Han, que han seguido las pulsiones rebeldes del romanticismo: “las pasiones filosofan antes que el pensamiento teórico conceptualice”. Su adscripción al arte de la fuga del ensayo –tal y como lo refería su admirado Sergio Pitol– lo alejo y una y otra vez de toda pretensión demostrativa. Con Hölderlin encontró “el pasaje entre el pensar filosófico y el pensar poético”.
Quiero terminar con dos garabatos que esbozan a Miguel en otras facetas de su vida: el hombre de revistas y el maestro. Miguel participó en el origen de Metapolítica. Pronto abandonó el proyecto. Años después fundó y dirigió Caja Negra, la revista de nuestro posgrado en Ciencias Políticas. Fue una revista que apeló a la vieja tradición de introducir temas culturales, pintura, poesía y los tópicos duros de la academia.
Dados los escasos recursos para su manufactura, Miguel se rodeaba de estudiantes talentosos que lo ayudaban desde lo logístico hasta el trabajo editorial. Así fue como invitó a Miguel Maldonado a participar en la revista, al mismo tiempo que fungía como el asesor de su tesis de maestría sobre Octavio Paz. Hoy en día Maldonado es, entre otras cosas, un prominente poeta y refinado editor. Un camino semejante ocurrió con Miguel Ángel Andrade, poeta e ilustrador al que Miguel le tuvo un afecto especial.
Miguel fue también un gran maestro. En nuestro posgrado daba filosofía política. En cierta temporada llegó a abordar un cúmulo amplio de obras en la materia. Luego se dio cuenta que era mejor reducir el campo de acción a cuatro autores: Maquiavelo, Hobbes, Locke y Rousseau. Lectura directa de los clásicos y profundidad. Mezclaba sus cursos con las obras de Wagner y de Shakespeare. El poder y el arte como expresiones tangibles de la ambición del hombre.
Miguel tenía una velocidad deslumbrante y un sentido del humor ácido a momentos. No era complaciente. Sin embargo, nunca dejó de ser generoso con los alumnos. Particular cuidado tenía con los hombres y mujeres que venían de zonas vulnerables o indígenas. Siempre sostuvo que no podía tratarse a los desiguales como iguales, porque terminaba por generarse una inequidad en el punto de partida. Con el humor y la charla cotidiana tendía puentes a ras de piso con los estudiantes. Asistía con ellos a festejar los fines de curso.
Sus tres hijos e hijas no escaparon al maestro Miguel Ángel. A Miguel lo guio por el camino del periodismo. A Meztli por el derrotero de la antropología cultural. Y nunca se me olvidará que a los 12 o 13 años, redactaba sus mensajes en internet con una precisión y puntuación milimétrica. No es casual que ahora sea una destacada profesora en la Universidad de Chicago. Con su hija Sandra el diálogo fue con Heidegger. Sandra trabajó su tesis de licenciatura con Ángel Xolocotzi, traductor y avezado introductor del pensamiento de Heidegger en México. Juntos hicieron un trío intelectual no siempre terso.
Tuve el privilegio, Miguel, de estar contigo en la etapa final de tu convalecencia. Seguimos conversando muchas veces. Incluso de los descubrimientos de tu libro ya en prensa. Alcanzo a recordar que tú último hallazgo fue introducir la distinción entre “intuición sensible” e “intuición intelectual”, tema no desarrollado en la versión de 2020. Otras veces optaste por escuchar la conversación que tenía con tus hijas. Un día que hablamos de política nos dijiste que cambiáramos de plática. Que mejor charláramos de la vida.
Otro día más, preferiste el silencio. Fue una sensación extraña. Nosotros que quisimos tanto la palabra, al final optaste por el enigmático silencio. Fue entonces que nos tomamos de la mano por un largo tiempo, para que ahora hablaran los sentidos.
Por una fotografía que me envió Meztli, sé que moriste tranquilo y con una suave sonrisa al lado de tus hijos. Seguramente fuiste a buscar a tu amada Sandra. O ella vino por ti, qué más da. Le dedicaste tu libro con el siguiente epígrafe: “Para Sandra Aguilera Arriaga: un himno a la vida del mundo”.
Nunca fue más cierto que ahora son “polvo enamorado”.1Existe o existirá una versión corta de este texto que será publicada en la revista Metapolítica. La versión que aquí se presenta es más extensa y contiene nuevos puntos no tocados en la referida versión.
ISRAEL ARROYO